Los burritos jachalleros

Este artículo escrito por Abenhamar Rodrigo, fue publicado en El Nuevo Diario, edición 619 del 13 de agosto de 1993

Jáchal
 Tierra de trigos, de alfas, cebadas, maíces, pasturas, siembras, cabras, ovejas, caballares. Tierra de tambos lecheros. Abundancia de vida y riqueza. Tierra morena, mujer morena. Serenatas y canciones. Inspiradas coplas, leyendas y payadas. Fecunda en la poesía y en el verso, en el quehacer fructífero del trabajo viril, y abnegado hasta en las frustraciones de los sueños de su pueblo amasado en la preclara grandeza de sus ancestros: espíritus luminosos, encendidos, florecientes.

De aquel emporio de frutecidos membrillares —dulces, mermeladas y jaleas—mansos higuerales para manjares de hacendosas manos y hornos de pan, deliciosas confituras, únicas en el mundo en fisonomía y sabor: las célebres y codiciadas tortitas jachalleras. De las tortitas jachalleras se puede decir en el mundo entero, solamente se fabrican en Jáchal. Tortitas jachalleras: un símbolo de Jáchal en el mundo.

De esa tierra de labranza y de labor, de cerebro y músculo, de intelecto y sentimiento, de hondos misterios telúricos, de inflexión característica en el hablar, gracejo en la cadencia, simpatía en el decir, noble rectitud en el pensar, cordialidad familiar en el trato, de esos parajes de naturaleza virgen, de pureza y castidad, de allí venían esos obreritos de cuatro patas peonando con sus chajnas de trigo sobre el curtido lomo con lo que en su condición de fleteros sin retribución de paga ni emolumento de jornal efectuaban una valiosa e insustituible contribución a la tranquila y hereditaria economía lugareña.

•Peoncitos jachalleros
Burritos jachalleros, peoncitos jachalleros, guapos sin grupo, alardes ni flojeras, haciendo, cargaditos de fanegas de trigo, desde las tierras fértiles de Jáchal, la pata ancha a los caminos, huellas, arenales, pedregales, sequías, rumbo a los molinos de la capital de San Juan.

Héroes anónimos sin nombre, marca ni apellidos, monumento, talla o escultura que los perpetúe, inmortalizados ya en la historia y la tradición por su tesonero como rudo y abnegado batallar de peón de carga; por su amistad mansa, resignada, sufrida con los pobres, con los humildes a quienes sirve fielmente desde la flemática, imperturbable silla de paso hasta en los intrincados menesteres campestres de carguero leñador.

Viniendo del norte por Mendoza, apenas doblaban la calle Florida, o calle Los perros o calle Los trapitos hoy Pedro Echagüe, que ahí topaba, en la General Acha, a los pies del molino Del Tránsito. Un solo grito de los niños moradores de éste los recibía bullangueramente: ¡los burritos jachalleros! Viejos conocedores del camino, doblaban un poco al norte por Gral. Acha y se plantaban frente a los portones del molino. Sabían a dónde venían y en qué lugar depositar la carga, rubia, harinosa con que se fabrica el principal sustento de la vida del ser humano, por lo menos en la patria argentina, el pan nuestro de cada día por el que somos pobres o ricos.

Como los portones, siempre francos por razones comerciales, ofrecieran camino abierto, los burritos, al vislumbrar cercano el ansiado final de una larga y penosa jomada, entraban como dueños por su casa en un gran patio empedrado de cantos rodados donde los pequeños y útiles transportistas hacían gozosos los honores de la antesala antes de la pasar al granero.

• Jolgorio y solaz
Le llegada de la tropa de burritos renovaba los motivos del jolgorio de los hijos del dueño del molino, molinero le podríamos llamar y éstos vivían con sus diabluras burreriles momentos de intenso regocijo y solaz.

De por sí solaz proporcionaba contemplar aquellos simpáticos animalitos, aquel abigarrado conjunto que llenaba de contento el alma; su .tranquila pasividad, aparente cachaza, aquel no inmutarse ante los molestos requerimientos retozones, obstinados, de los niños; aquel dejarse montar, talonear, constituían los prolegómenos de una alborozada diversión.

Aunque aparentemente mansos, no todos eran de arriar con varilla; algunos, al ser montados, tiraban una lluvia de patadas amenizadas por un verdadero terremoto de brincos y corcovos que casi simultáneo de subirlos cuando ya estaban los bisoños jinetes en el suelo.

Cuando se concentraban para el regreso ahí venía el jolgorio de los hijos, y también de las hijas, bastante pingos, del molinero para quienes los nobles, dóciles y pacíficos burritos jachalleros constituían jugoso y bullanguero motivo de diversión y entretenimiento. El grueso del espectáculo circense tenía lugar en la intersección de Florida y Gral. Acha. Se enloquecían los mozalbetes, se endiablaban. Nada poseía para ellos tanto encanto de chanza, jarana y travesura como los burritos jachalleros.
Y en verdad, es irresistible para los niños la presencia cercana de un burrito; verlo, tocarlo, montarlo, estar y jugar con él es el mayor de sus deleites.

A los hijos del molinero por ahí se les iba la mano y los talones y así también la sacaban llevándose unos buenos porrazos, pero no escarmentaban; vuelta a subir y vuelta al suelo.

Los burritos tenían sus secretos, mañas que le dicen, en la zona vulnerable, las verijas, y en cuanto los rapaces los cruzaban con las piernas, los jaqueados animalitos se largaban a corcovear y a tirar patadas y, muchacho al suelo.

Otras veces, Paco, el mayor de los hijos del molinero, que se las sabía todas, las habidas y por haber, montaba en un burrito a una de sus hermanas, de las menores y comenzaba a dar guasca para incentivar al animalito para que saliera corriendo y los guascasos daban más en las canillas de la rapaza que en las ancas del pollino, lo cierto que entre azotes y alaridos de la niña éste salía a los piques galopando y hasta la calle Chile no paraba.

Niños jugando con otros niños. Los burritos son, ni más ni menos que niños de cuatro patas; niños sanos, sin malicia, sin maldades ni rencores, sin picardía, de co­razón noble y puro, de mirada serena y cristalina. No hay más que mirar de frente a los ojos de un burrito para comprender su secreta ternura, su casi humana sensibili­dad animal. Ojalá se dieran esas virtudes en los seres humanos; de ellos se podría decir: virtuosos como un burro. Si los mirá­ramos observándolos con ánimo de com­prenderlos, de penetrarlos, deduciríamos cuan injustos e inapropiados, ofensivos muchas veces, son la ristra de dichos, motes, refranes y demás sambenitos que se les aplica a los silenciosos, recatados, prudentes, respetuosos arrobadoramente sugestivos como desprotegidos, menos­preciados, desacreditados, vilipendiados burritos.

• Mirando desde lo alto

El espectáculo de la tropa de burritos caminando despaciosamente con sus chajnas a cuesta resultaba gratificante y aleccionador. Venían de tan lejos, humil­des mercaderes a mercar, salvando así el fruto de la tierra en beneficio del hombre y regresaban cargados con las provisiones que se adquirían en la ciudad para llevar a Jáchal.
Conmovedor en cuanto se discu­rría en la invalorable función social que cumplían a la par del hombre, al servicio de la supervivencia del hombre y de una región lejana, postergada, tan digna, tan valiosa como el corazón y la cultura de sus resignados habitantes.

Qué admirable para los seres huma­nos, lección de sufrido esfuerzo, de sacrificio y entrega sin alardes, de trabajo diario y tesonero en las múltiples faenas campes­tres sin otra recompensa que el pienso y las pasturas que los burritos mismos se consiguen en los campos, en las acequias, en los potreros, en los rastrojos labrantíos.
Qué hermoso espectáculo ofrecían mirado desde lo alto del molino el patio de piedra tapizado con la tropa de un contener de burritos jachalleros unos contra otros, prietos, sumisos, enhiestas y alertas sus orejitas, a la espera del tan ansiado mo­mento de tener que pasar de uno en fondo por el granero a descargar la chajna con el trigo. Pasando, descargando y a la calle Florida donde se concentraban para el regreso y ahí venía la juerga con los hijos del dueño del molino.

En rigor de verdad, en el caso presente, los rapazuelos de marras con quienes se las tenían que ver los burritos, eran los hijos del dueño del molino Del Tránsito, o sea el patrón, don Juan Bautista Moreno que atendía todo lo relacionado con el manejo comercial y administrativo del negocio y residía en una casona bien puesta a los pies del molino al sur por Gral. Acha y un poco más al sur, en el mismo terreno estaba, la casa del molinero, don Alejandro Narváez, hombre de gran solvencia técnica y moral como que en toda su vida no trabajó en otra cosa que de molinero Del Tránsito y fue recompensado, portan nobles y eficientes servicios al retirarse, jubilado, por el patrón, don Bautista, con la casa en que había vivido.

Un buen día desaparecieron los triga­les jachalleros; la tropa de burritos se dispersó en los montes, en las sierras por las sendas de la soledad y del olvido.

¿Por qué medios se enteraban las palomas venidas desde tan lejos al moli­no, al festín del trigo jachallero cada vez que llegaba una tropa de burritos? Miste­rios de las ciencias ocultas de la comunica­ción entre los animales.
¿Por qué cielos andarán aquellas bandadas de palomas, a qué graneros acudirán ahora?
Con las ruedas de los molinos que se fueron, se fueron también con ellos, ro­dando, rodando hacia el olvido las rique­zas artesanales hogareñas de Jáchal; las casonas vernáculas, los amplios patios profusamente floridos, poblados de tras­tos, cacharros, tinas, tinajas, canteros, trebejos con plantas cultivadas por vene­rables matronas hacendosas de tesoneros afanes diarios, esposas ejem­plares, matrimonios prolíficos vaciados en los moldes de las virtudes cristianas de raíces hondas, vitales, felizmente en todo su vigor todavía que sustentan re­cios troncos y robustas ramas que honran las cabezas yacentes de sus mayores.

En la cremallera del tiempo fueron, rumbo a la eternidad de mejores causas los generosos trigales, exultantes, manto rubio de amor de la blanca harina; rodan­do cuesta abajo en el salto de agua de la turbina los traqueteantes molinos y, ca­minando pesarosos sin norte ni guía, con el tranco lento, descorazonada la pupila, la tropilla de burritos jachalleros, sin des­tino de chajnas, dispersándose en la incertidumbre desnortada de los cuatro vientos.

En el molino de la vida piedras milenarias moliendo sin cesar los días y las noches; molinos sin fin, tropas de burritos jachalleros caminando lentamente al infinito.
Jáchal: burritos legen­darios en el mapa de la vida, en la dulce reminiscencia de las horas.

Burrito jachallero: amorosa estampa para la primera hoja del álbum de los recuerdos de Jáchal.

La dignidad, casi humana, del burrito jachallero está aguardando la justicia de la perpetuidad del brazo del escultor.

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Los burritos jachalleros. Ilustración de Miguel Camporro