El siguiente artículo escrito por Abenhamar Rodrigo, fue publicado en El Nuevo Diario, edición 651 del 8 de abril de 1994 en la sección “Temas”.
En realidad eran doce los hermanos de don Miguel Martos; él, completaba el número de la suerte. Doce nacidos en España y don Miguel, el último orejón del saco, en San Juan; para mayores señas y datos, ahicito nomás, en la Cayancha del Norte entre las de Salta y España por el año 1891.
Desde muy temprana edad la vida le hace saborear al shulco las vicisitudes. Perdió a sus padres mucho antes de saber llorar la pérdida. Siete años tenía cuando se quedó sin madre; y por si esto fuera poco, a los nueve, completamente huérfano.
Su hermana Leonor, residente por aquel entonces, en La Bebida se lo lleva consigo y en la localidad citada aprende los fundamentos de los que habrían de constituir los afanes y desvelos de toda su vida: leer y escribir, porque la existencia de don Miguel Martos fue consagrada a eso: a leer y escribir, y porque además no se puede ser un gran escritor, o por lo menos un escritor, sin escribir, y don Miguel escribía, escribía siempre y principal y habitualmente, por las noches.
Doña Concha, la esposa, le cebaba mate y don Miguel escribía. Escribía porque tenía mucho que decir; porque en él había siempre un mensaje vivo, latiendo, su mensaje; y escribía siempre porque tenía vigor, fuerza, vitalidad de escritor, esa fuerza vital de que nos habla Azorín y que hacen al escritor y a su estilo, Azorín, define al escritor en el libro El Escritor en el que resume su pensamiento sobre estilística relativo al tema, de la manera siguiente: "Hay escritores que creen que tienen estilo, y no tienen fuerza vital. No son, por lo tanto, escritores. Nos dan una vida ficticia. Nada que no sea vivo puede perdurar. La vida no se imita...".
¿Y a qué hora escribía don Miguel? Cuando comenzaba a aquietarse la vida cotidiana y menguado el movimiento de lo que palpita a nuestro alrededor dejan de preocuparnos las cosas externas para que entren en la senda del inquieto mundo interior las cosas una vez que las ha cernido la sensibilidad en la tarea creadora; para que las cosas de la vida interior salgan al exterior; en suma, cuando se hace el silencio en lo exterior y comienza el bullicio interior y a cobrar vida la palabra y a corporificar hombres, animales, cosas y el mundo de la fantasía, a crear.
Y don Miguel creaba y creaba, vaya si creaba; cuentos, novelas, historietas, dramas, versos, canciones fluían de su pluma con asombrosa facilidad mientras doña Concha era como el numen, la custodia, el alimento de aquel rico venero, alcanzándole un verde tras otro.
Doña Concha era la compañera ideal e idealizada, insuplantable, la compañera del corazón, insobornable en su amor y en su sacrificio para con el compañero querido que Dios le había deparado en suerte; la musa muda cuya dulcedumbre permitía sin interrupción el feliz alumbramiento nocturno que se prolongaba, noche a noche, hasta ya muy entrada la madrugada. Mientras se desarrollaba el drama de la creación en el ser de don Miguel Martos, doña Concha tenía que morderse la lengua y ya sabemos la hazaña que habrá constituido tal silencio para doña Concha ya que muchas veces hemos gozado de su salerosa y españolísima locuacidad. El drama de la creación y no es mentira. La creación estética es un drama, el drama de la búsqueda de la eternidad dentro de lo mutable. En todo creador se desarrolla una lucha interior, más tremenda cuanto más profunda. Los personajes que participan en esa lucha, a veces ideas, a veces seres humanos o imaginarios, a veces acciones, hechos, circunstancias y hasta las palabras pueden llevarnos a un estado de angustia.
Los personajes que fluían tan espontáneamente de la pluma de don Miguel se convertían en actores en el acto mismo de la creación, cobraban vida en la mesa misma de trabajo, sobre el mismo papel que acunaba sus vagidos y cobrar vida para el actor es pasar a escena, actuar, y actuar supone espectadores. Pero, cómo ¿tan pronto espectadores, y de dónde si la obra no terminaba de salir del magín aún?
El acto de creación suponía dos cosas para don Miguel, un desdoblamiento en creador y espectador a la vez, esto es, simultáneamente. A medida que producía como creador iba tornando su fisonomía de acuerdo con el sentimiento que imbuía a sus palabras o el carácter de los personajes. Entonces, contamos ya con un espectador. ¿Quiénes eran los otros? Otro, el testigo silencioso y mudo en esas prolongadas vigilias y los que agregaba la candente imaginación de don Miguel, y sostenía diálogos a viva voz con sus personajes.
Inagotables sesiones de mate. Este, debido a la esmerada solicitud del amor de doña Concha, iba y venía hasta las mismas cuartillas y la pluma de don Miguel por el blanco alucinante del papel siempre dispuesto a recibir la infinita gama de posibilidades de la expresión.
Don Miguel escribía y doña Concha cebaba.
Yo, —me contaba doña Concha— me reía por lo íntimo viéndolo reír a Miguel en tanto escribía, viéndole pero con la condición de no hablar, de no interrumpir en tanto creaba sus personajes llenos de vida, llenos de gracia, de humor, y doña Concha tenía plena conciencia de la labor literaria de su marido. Y fueron muchas, muchísimas, todas las noches de casados, las de cebar y escribir.
Fuente: El Nuevo Diario