Francisco de Aguirre
fue uno de los primeros en comenzar las labores de la vid en Chile y su primera
cosecha se da por 1551 en Copiapó.
Por otra parte, su yerno Juan Jufré,
radicado en el Valle del Maipo en 1554, produciría tintos en cantidades
considerables y según algunos historiadores chilenos es el verdadero padre de
la viticultura en el país trasandino.
Plantó las primeras vides en la zona central de Chile en una encomienda en Ñuñoa
y MacuI que recibiera de la Corona Española en pago a sus servicios durante la
conquista. Hay escritos de la época que permiten establecer que en 1560, ya
exportaba al Perú vinos elaborados en dicha zona.
A estas alturas ya los cronistas especializados de la época alababan la
fertilidad de los suelos, el vigor de las plantas y la calidad de los vinos de
Chile. La viña Cousiño MacuI, la que implantó Juan Jufré, es el plantío de
viñedos más antiguo de Chile y en un principio se dedicó a la producción de
vino de misa para pasar a exportar a Perú.
En
el país, si bien las primeras vides se implantaron en Santiago del Estero, Jufré
las introdujo en Mendoza y San Juan iniciando la vitivinicultura en Cuyo.
Según
el Archivo de Indias, la Corona había decidido que quienes vinieran a estas
tierras trajeran plantas de viñas y olivos.
Las
parras y el vino llegaron desde Europa. Los trajeron los conquistadores en su
afán de aclimatar los cultivos de su propia tierra. Para los españoles el vino
era importante tanto para las celebraciones profanas como para las liturgias de
la religión católica.
Aún así, no le fue fácil imponerse. Durante muchos años sostuvo una lucha para
desplazar a las bebidas autóctonas, como la chicha, que hasta principios del
siglo XIX seguía siendo más popular que el vino.
Otro competidor importante para el vino procedía de la misma uva: el
aguardiente, que se producía en las regiones que por ser más soleadas, daban
una vid más dulce.
La cepa que llegó desde Europa fue la denominada País, la misma que en México y
California recibió el nombre de Misiones, porque se cultivaba entre otros
lugares en los predios de las misiones religiosas.
Hacia 1750 ya numerosos habían plantado viña. Se comenzó a fabricar vino
casero, que no prosperó debido a lo dificultoso del traslado hacia la costa del
Atlántico, que se hacía a lomo de mula y a que el Cabildo de Buenos Aires
controlaba severamente su venta, no para luchar contra el alcoholismo sino para
favorecer la venta de los vinos españoles.
Para Patricio Tapia, el más célebre conocedor
y crítico de caldos chilenos de las últimas generaciones, comenta que el vino
era “probablemente muy malo. Las condiciones de vinificación eran muy paupérrimas.
Lagares contaminados, vasijas de guarda de materiales no muy adecuados, fermentaciones
a temperaturas extremas, con una materia (uvas) poco cuidadas.
Todos
esos detalles, deben haber dado vino con una acidez volátil alta coca y nariz a
vinagre) y con aromas y gustos no del todo deseables.
Pero
tras estos problemas estaba una fruta crecida en excelentes condiciones climáticas
por lo que, en el fondo, si se les prestaba atención, esos vinos no eran del
todo descartables o, al menos, que resultaran aceptables en una época en que la
enología era una actividad empírica”. Esta historia es más o menos la misma
hasta mediados del siglo XIX.