Todavía estaba en la memoria del pueblo, el estruendo de las bombas y el olor de la pólvora con que la colectividad española festejara la llegada del Plus Ultra y los nombres de Ramón Franco, Rada y Ruiz de Alda, eran tema de orgullo y conversación en las mesas de pino de la fonda de los Borrajo. Chacareros, artesanos y peones de estancias despuntaban sus vicios y gastaban el oro del domingo en partidas de truco, brisca, tute, y en la altisonante y discutida murra de los italianos del norte. Los juegos del sapo llenaban el aire de estridentes notas musicales al rebotar los cospeles de bronce en los bordes metálicos de la abierta boca del batracio.
En la cancha de bochas, trajinada de alpargatas blancas, la gente apostaba a lisas o rayadas y gozaba en la pericia del arrime o en la contundencia del bochazo. Sobre mesitas adosadas a la pared de la galería, las botellas de cerveza y las jarras y porrones de vino carlón hacían el gozo de los sedientos y embotamiento de los apresurados. De la cocina llegaban, en persistente vaho, los olores de las viandas en preparación y hacían larga la espera de sentarse a la mesa y gozar tanta delicia. El sol, en su esplendor dominguero, se colaba entre los potrillos mediados de vino tinto, rubia cerveza o vermuses, Pineral, Cinzano, fernet o la pálida ginebra. El sol –digo- se despedazaba en atornasolada lluvia de alegría sobre los sudorosos rostros de los bebedores que chispeante el corazón y ligeros los pies, pasaban el legítimo día de descanso luego de la pesada y fecunda labor de la semana. ¡Entonces la gente gozaba en risas lo que trabajaba en serio!
Mil novecientos veintisiete recorría enero. La gente almorzaba en la fonda de lo Borrajo y entre el bullicio de tanta conversación junta, tanto ruido de cubiertos y vasos, un niño rubio y pecoso, con un cajón de lustrador colgando del hombro izquierdo, se metía entre la gente y las cosas y como ávida esponja, sorbía y atesoraba el jugo de la vida, porque sí, porque la vida lo había puesto ahí, justo en ese día y ese lugar. O tal vez para que, sesenta años después, alguien escribiera una nota en una ciudad lejana en el tiempo y en el espacio. Lejano de la fonda de los Borrajo, pero acunada en el corazón de un niño hasta que los recuerdos se añejaron en la madera del corazón de un viejo. A las tres de la tarde, el niño, con el cajón al hombro, tomó la guadalosa calle que lo conducía a su casa. Cuando a lo lejos divisó el molino, los eucaliptos, y el rosa de las paredes de la querencia, el niño apresuró el paso.
Al llegar al portón de la casa ví un viejo tordillo que, uncido a un sulky y atado por la rienda a un tamarisco, ramoneaba unas verdes matas. Tomé el sendero que llevaba hasta el molino y allí bajo la sombra de una acacia cercana al tanque australiano, mi padre y un extraño, sentado en sendas sillas bajas, conversaban y bebían una sangría. Saludé y enderecé para la casa. Mamá sentada en la galería, remendaba ropa y de reojo, observaba a papá y la visita. De pronto, la imperativa voz de papá llamó: “Antonia, Rufino, vengan un momento”. Allá fuimos mi madre y yo. Entonces papá dijo: “Antonia, don Sixto tiene que llevar una carga a Mataldi y necesita un chico de boyero: he pensado en Rufino ¿qué te parece?”. Mamá me miró fijamente, yo le hice señas que sí y ya estuve conchabado en mi primer experiencia de hombre. Cambiaba el perfume a membrillos de las ropas de mi madre por el olor a caminos, yuyos y distancias, del sudor de un caballo. ¡El corazón me saltaba de alegría! Todavía no sabía lo que habría de pagar por ese estirón.
Mamá me dio un lío con una muda interior; unas alpargatas, un pañuelo bataraz para el cuello, una gorrita de vasco, treinta centavos y un beso. Miré a mis hermanos, subí al sulky, don Sixto azuzó al tordillo y ya estaba transitando el largo camino de la vida. ¡La pucha, no sabía que el camino tuviera tanto abrojo!
Cuando cruzábamos el pueblo, mi corazón era el nido del orgullo y creía que todo el mundo miraba mi audacia y decisión. Cruzamos las cocheras del ferrocarril y nos metimos en la calle ancha que llevaba a Ranqueles. Yo eché una mirada para atrás y ví que el pueblo se me estaba quedando. Sentí como un nudito en el pecho y pensé en mamá. Cuando el sol pintaba arreboles en el poniente, llegamos a la estancia de Crespo. Allí estaba la chata, los caballos y la carga. Haríamos la noche y al alba saldríamos para Mataldi. Después de la cena salí a la noche (como a mear) y miré para el lado del pueblo: a Huinca Renancó ya se lo había tragado la distancia, la oscuridad y las brujas. Entré a la cocina, dí las buenas noches y me fui para el galpón de los peones, tendí unas bolsas en el suelo, le encimé unos cojinillos y así, vestido y todo, me tiré a dormir. Sentía ganas de llorar, me sentí como un conejito asustado, atrapado en mitad de la noche.
Me tapé con un poncho y me cubrí la cara; con la palma de la mano me sequé unas lágrimas y me entregué al miedo y los fantasmas. La oscuridad se pobló de desconocidos ruidos; el cansancio y las emociones de ese domingo, quebraron mi ánimo. El sueño, solícito, me acunó en sus brazos.
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