El pequeño y ágil tílburi, tirado por un brioso tordillo, dio el viraje para el sur en la polvorienta esquina de la usina, a los cincuenta metros traspuso el portón del Prado Español y, por el engramillado camino de tres huellas, enderezó para las casas; a la orilla del molino paró el carruaje, de él bajó un hombre joven, rubio, de mediana estatura, ató el caballo a un ligustro y, a paso ágil se dirigió a la casa, golpeó las manos y salió uno de los chicos:
“Mamá –gritó el muchacho- es el doctor Olivero”. Mamá salió a la galería, saludó al doctor y lo hizo entrar.
Aída, la menor de mis hermanas estaba enferma (por eso estaba el doctor en casa). Por supuesto que mamá ya había agotado todos sus conocimientos en farmacopea: yuyería, brujerías, ungüentos, brebajes, tiraditas de cuero, cataplasmas, untura blanca, ventosas y todo, hasta que vencida ¡pobrecita! Tuvo que llamar al médico. ¡Hay situaciones límite en que, desgraciadamente, se acude a los que estudiaron! Y ahí estaba Aída, en la cama y toda pálida y con olor a unto y tintura blanca y una lata con agua hirviendo y ramas de eucaliptus despidiendo un vaho refrescante y que “daba salú, según mamá”. El doctor Olivero estaba serio y los lentes de armazón dorado se le corrían por la nariz abajo. En una de esas dijo: “Antonia, la niña tiene tifus”. Luego hizo una receta; aconsejó unos procedimientos y guardó sus “aparatitos” en una valijita tipo fuelle. Mamá dijo: “Isabel (otra hija) traé la toalla del médico”. Ya el médico se lavaba las manos en una palangana enlozada que estaba sobre una trébedes de hierro, y había jabón de olor. Isabel se metió a la otra pieza a buscar la toalla y yo la seguí ¡Por nada del mundo me hubiera perdido esa ceremonia!
Había en casa un arcón de madera, construido por mi padre, en él mi madre guardaba la ropa “fina”, la que aguardaba a otra temporada y viejas reliquias de la familia: un corsé de la abuela, un miriñaque de la vice, un viejo vestido de novia, un mantón español, una toquilla “para cuando una estaba en cama y venían visitas importantes” y además otras innumerables cosas y, sobre todo, ¡La toalla del médico! En toda casa, por humilde que fuera, había una toalla del médico y que era “exclusivamente” para el doctor. Las había de lienzo, granité y de hilo en algunas casas. La de casa era de granité y tenía flecos y una franja bordada y toda la familia la consideraba una reliquia intocable y reverenciable. En cierta forma era el símbolo del respeto y la admiración que se tenía al médico de la casa. Todas esas buenas costumbres se están perdiendo (a no ser que ya los médicos no se laven las manos).
Volviendo a la toalla; cuando Isabel abrió el arcón, un vaho de fragancia a membrillos y azahares invadió la habitación. Mamá tenía por costumbre meter entre la ropa limpia, en los baúles y roperos, membrillos y manzanas verdes y dejarlas que ahí maduren; también agregaba bolsitas de tul con azahares y jazmines, así que cuando el mueble se abría o destapaba, una densa primavera se anidaba en nuestro corazón y una hermosa evocación nos transportaba a la tibia y florida estación del año. A veces y a hurtadillas, cuando la casa estaba sola, yo solía abrir el arcón y dejar que los aromas de las frutas y las flores, con el olor de la ropa limpia y el almidón embriagaran mis sentidos y me transportaran a los frágiles años de la infancia, al pesado sueño en el regazo de mi madre y el peculiar perfume de su piel y sus ropas. Luego la vida me llevaría por otros perfumes y otros arcones. No obstante el ánimo y la memoria suelen, de vez en cuando, tornar a aquellos viejos deleites de la infancia y pareciera que el paisaje del alma se ensancha y un nuevo vigor nos inunda y nos permite continuar la maravillosa experiencia de la vida.
Isabel alcanzó la toalla al doctor , que se secó las manos y la devolvió a Isabel quien de inmediato la tendió al sol en la soga de la ropa. El médico estuvo unos minutos más, conversando e instruyendo a mi madre sobre el cuidado de la enfermita y la administración de los remedios, luego fue hasta el sulky, subió y azuzando al tordillo a trote rítmico, tomó el verde camino de salida; al trasponer el portón, dobló para el sur y en la esquina para el oeste a visitar a doña Genoveva que vivía cerca del cementerio “y que le habían contado que no andaba bien” ¡Cosas de los médicos de antes que tenían la curiosa costumbre de interesarse por los vecinos… e ir a visitarlos. ¡Cosas de pueblo chicos y médicos de verdad…! ¡Y esa maldita costumbre de querer hacer grandes ciudades y tantos especialistas!.
Aída –la enfermita- se puso mal y el médico ordenó no darle ningún alimento. Como papá vio que Aída se moría, se dijo: “Pues que muera a gusto” y le dio el gusto a la enfermita. Cuando a los diez días volvió el médico encontró a la enfermita completamente repuesta y le dijo a mamá: “Antonia, acá ocurrió un milagro, tu hija ya no va a morir, ya puedes darle alimento, para empezar, un trapito mojado en leche… y luego ir aumentando; sí, es un verdadero milagro”. Sí –dijo mamá- un milagro y las dos latas de bizcochos Canale y media libra de chocolate que la enfermita ya lleva comidas. Y el doctor se fue contento y mamá quedó contenta. Cosas de antes, que había buenos médicos… y buenos milagros.
¡Corría la década del 20 en Huinca Renancó, y un niño de ocho años tenía la mente llena de abejas y el corazón lleno de flores!