El aire, caliente, retumbaba de chicharras en aquella siesta de enero.
Como a la una de la tarde habíamos salido de la ciudad y, por la calle 9 de Julio entrábamos a Santa Lucía. Pasada la plaza del departamento, tomamos un callejón de tierra bordeado de plátanos y empezamos a transitar las primeras viñas y quintas del camino que nos llevaría a los baños del Chaparro.
Tres veces atravesamos los meandros de un canal que, aprisionado entre prieto cañaveral guiábanos a la estrecha senda que conducía al dique Bello. Alguna lagartija, de vez en cuando, en los bordos de una acequia tomaba el sol y, al vernos, corría despavorida a la oscuridad de las viñas y al refugio de la cañota; la ibiña festejaba el estío en un prolongado y monótono grito. En el reverberante horizonte del este, el croar de las ranas anticipaba al frescor de los nacederos y el verdor de los barros.
Eramos tres muchachos y todo el mundo y el tiempo por delante, pero entre ese mundo y ese tiempo se cruzaba la quinta de don Jacinto y, lo que es peor, esa quinta estaba llena de sandías. Don Jacinto cultivaba allí unas dos hectáreas de arenosa tierra, especial para sandías y melones que, eran orgullo de don Jacinto y manjar codiciado en la feria municipal y ¡Qué podían hacer tres muchachos ante una chacra de sandías y en plena siesta!
Como al medio de la chacra había un rancho de adobes con una galería o ramada de pájaro bobo. Bajo la sombra de la ramada y en un catre de lona, don Jacinto solía dormir la siesta y con un ojo descansaba y con el otro vigilaba el sandial y los melones.
Nosotros, conocedores de los hábitos del turco repetimos lo que ya habíamos hecho en varias oportunidades: yo y Julio, tomamos por la parte delantera de la finca y el otro se escurrió por la parte de atrás.
Con Julio (los de adelante) nos trenzamos en una acalorada discusión que llamó la atención de don Jacinto, quien se dio vuelta en el catre y empezó a observamos a nosotros que aminoramos el paso y hacíamos movimientos sospechosos para que no nos quitara la vista de encima, mientras el otro, Rafael, por la parte de atrás se escurría entre el alambrado y, muy campante, se alzaba con dos sandías hasta meterse en un viñedo vecino.
Nosotros entonces apresurábamos el paso y en un callejón de la vuelta nos reuníamos a comer las sandías. Qué deleite, hincar los dientes en al dulce y apretado corazón de la sandía! Hasta hoy, cuando lo recuerdo, se me hace agua la boca.
El Chaparro
Tomamos un callejón trillado por las huellas de los carros y que desembocaba en las cercanías de los baños del Chaparro. A la orilla del callejón había dos frondosas higueras, a la sombra de ellas hicimos un alto y partimos la otra sandía que salió amarilla y medio “verdona“.
Decidimos cruzar un alambrado y en un viñedo vecino arrancar unos racimos de uva criolla que estaba en sazón; refrescamos las uvas en una acequia, nos mojamos las manos y las caras y, a paso ágil, apresuramos el andar. El sol quemaba y la proximidad de los baños impacientaba los cuerpos.
Al final del callejón, como a quinientos metros, entre unas higueras, dos carolinos y unos sauces, aparecieron los baños del Chaparro; ya nuestros pies se refrescaban en los regachos de fría y cristalina agua que manaba de los nacederos. Los primeros berros verdeaban el paisaje.
La edificación de los baños era muy precaria: con adobes, bolsas de arpillera y totora se había improvisado unos reparos en tomo a los nacederos, los cuales, excavados, formaban una especie de tinajas donde la gente se bañaba y refrescaba.
En verdad, el principal entretenimiento lo constituían los grupos familiares que, con sus asados y canastos, amén de abundante vino, formaban alegres reuniones bajo las higueras y los carolinos. No faltaba algún payador y guitarrero que rendían el tradicional culto sanjuanino a la tonada. Recuerdo a un viejito de bombachas, camisa y pañuelo blancos y sombrero negro que cantaba “El alamito” y luego “Pobre gallito bataraz” de Gardel y Razzano, estilo que arrancó nutridos aplausos de la concurrencia y también algunas lágrimas, pues hacía escasamente unos meses que Gardel se nos había ido en Medellín.
Nos dimos un prolongado y refrescante baño. Alguien nos convidó unas empanadas frías, otro unas tajadas de melón y desde distintos grupos abundaron los convites del “patero caserito”, hasta unos mates ligamos, y creo que uno de mis compañeros empezó ese día en ese lugar a tejer un romance que, años después terminó en casorio.
A todo esto, se nos vino la oración encima. Nos despedimos de la gente y tomamos un callejón que nos llevaba a la ruta.
Cuando llegamos a la ciudad, chata, ocre y tan amada, los arreboles del poniente la teñían de un naranja tierno y espeso.
Los cuerpos, agradecidos, gozaban de una intensa paz. Los músculos, todos, cantaban al gozo de vivir un día perfecto.