Se conocieron y destinaron el uno para el otro. Un día, el encuentro amoroso casual, o no, o el destino, mirarse, flecharse. Luego, un tiempo de afile. Darse citas a hurtadillas. Paseaban juntos lejos de las miradas familiares para no despegar sospechas y evitar preguntas: ¿Y desde cuando andás con Miguel? ¿Y qué intenciones lleva? No nos vayas a salir con un domingo siete.
Entonces había que ponderar las bondades , virtudes y excelencias del muchacho: lo mejor de los mejor, lo más granado, el más correcto, el más bueno, el más santo y con la mejor de las intenciones; un santo personificado al que no le faltaba más que la adoración divina ya que la humana la tenía de su prometida; porque ellos, con las manos bien apretadas, con los corazones sin luz de por medio, latiendo aceleradamente uno contra el otro y ambos saliéndose de los pechos, puros y limpios, corazón a corazón, sellaban y rubricaban con un beso furtivo de por medio, ofrendado en algún resquicio de oscuridad que no faltaba pro los lares de sus caminatas, la promesa de fidelidad y amor eterno hasta la muerte y más allá de la muerte, juntos por el resto de la eternidad.
Los muchachos se querían, y más que quererse, se amaban con todo el idealismo amoroso y el ímpetu de ña juventud y no cejarían hasta llegar a la consagración ante el altar de la Purísima. El matrimonio, la meta y más allá de él… hasta en la muerte. Harían todo cuanto de ellos dependiera para el logro de tan caros y soñados anhelos, pero en la parroquia anhelada, la inmaculada Concepción, por muchas razones afectivas y, entre otras, por el prestigio y atracción de que gozaba dicho santuario en el Pueblo Viejo y en todo San Juan
Pasó algún tiempo hasta formalizar el noviazgo y cumplimentar con los trámites reglamentarios y de uso por esos años. El muchacho, aunque asiduo por la casa por la vecindad de ambas familias, fue presentado como tal, como novio, porque, en los otros aspectos, era requeteconocido. Entró en la casa, si fijaron días y horas de visita, siempre con centinela a la vista; aunque, por otra parte, nadie hubiera sido capaz de echar sombra a la excelente reputación de que gozaba. De novio, oficial, estaría a lo sumo, menos de dos años. Se decía por esos años oficial cuando se contaba con el consentimiento de los padres de la chica para visitarla… en calidad de novio.
Lisonjeros años, felices y promisorios, bellos y dulces, engañosos años, para contraer matrimonio. La chica, Francisca Sánchez, veinte luminosos y rozagantes abriles; el joven Miguel Serrano, frescos y avasalladores veinticuatro. Una pareja, como debe ser, él, algunos más para el equilibrio necesario dado el desarrollo precoz de la mujer.
La boda, en la mayor intimidad. No más de treinta entre padrinos, testigos, familiares y algún invitado. Los más allegados ya que no había abundancia y recursos económicos por parte de las familias de los contrayentes.
El cuadro de la situación quedaba retratado en el hecho de disponer de un solo automóvil de alquiler, taxi que se le dice, para los trajines nupciales cuyo propietario, Mario Mordacci, quien en su condición de amigo de las familias, ofrecía sus servicios profesionales como regalo de bodas e invitado especial.
La recepción, cena, convite y confites después de la boda tendría lugar en la casa de don José Desiderio Rímolo, cuñado del novio, hombre muy bien conceptuado, dibujante, proyectista, topógrafo de Vialidad Provincial que gozaba de prestigio y predicamento en su trabajo y fuera de él, casado con Isabel Serrano quienes residían en calle Independencia, cerca de los Cialella, en Villa del Carril. Allí estaba preparado el agasajo, una muy bien provista mesa con lechón, pavo y gallinas, empanadas caseras, abundancia de ensaladas, esto es, comestibles y bebestibles sin que faltaran los cartones, semillones y remostrados en sendas damajuanas.
Coronada con los novios de cuerpo entero, de pasta dulce, enhiestos y emperifollados aguardaban el momento cumbre de la fiesta, el clásico y anhelado instante que esperan los presentes, la máxima culminación del festejo boderil: partir de la torta, previa, las niñas casaderas tirar las cintas tramposas con las chillona algarabía del anillo y luego, servirla con las burbujeantes copa de sidra u augurios. Mientras a la torta le era llegada su hora, que no llegó, quedó a custodiar los regalos per século in aetermam Domini.
La novia, muy de blanco y bien acicalada parte de la casa de la hermana, Remedios Sánchez de Ferrón, esposa de José Ferrón, padrinos. Y el novio, de punta en negro, de la casa de su madre, doña Florinda Barranquero de Serrano, viuda, pues ambas familias residían en calle Cialella, todos en el mismo auto.
Mario Mordacci le dice a José Rímolo, testigo: Mirá petiso, como somos muchos y no entrás en el coche, quédate, yo firmaré por vos, le voy a meter la mula al padre Esteban. Iba en el pobre coche una tracalada de gente. Mario la deja y estaciona su vehículo. Pero como unos rapazuelos, de los infaltables a los portales de las iglesias a la hora de los casamientos se habían prendido del pulsador de la bocina de su coche, se vuelva para correr a los niños. Todo ocurre en el minuto fatal, los niños lo salvaron.
Los novios habían llegado para perpetuarse ante el altar de la muerte. Fue la noda de la muerte, con la muerte. Iglesia de la Inmaculada Concepción. 15 de enero de 1944. 20 horas y 49 minutos. Debajo de los escombros quedan los novios, la madre de la novia y el padre Esteban que iba a consagrar la boda. Los novios cumplieron de fidelidad: fiel e indisolublemente unidos hasta la muerte.
En la casa del cuñado, don Rímolo, y algunos allegados que no concurrieron a la iglesia, pasaron una angustiosa vela durante toda la noche. A cada auto que se acercaba decían: allá viene ellos, allá vienen ellos.
A las siete de la mañana del día siguiente de la tragedia, don José, primero en bicicleta, hasta donde lo permitieron los escombros que cubrían las calles y luego con ella al hombro emprendió el doloroso vía crucis de desolación y amargura por calle Tucumán al norte. Coches aplastados con sus ocupantes adentro. Resultaba inútil el corazón para llorar tanta desgracia como no se viera antes jamás nunca en San Juan. Faltaban ojos y lágrimas para llorar.
Pero, había que endurecer el corazón y arremangarse y don José Rímolo se arremangó y junto con humanitarios vecinos y familiares de los allí caídos, que fueron muchos y un piquete de soldados del ejército se pusieron a remover escombros por si encontraban a alguien con vida. De poco servían las manos, los brazos. Tarea sobrehumana para caballos de fuerza, no para la fuerza humana, levantar inmensos y pesadas ruinas, todavía calientes, de una inmensa desgracia.
Remedios Sánchez y esposo, quedaron salvos, no así la madre del novio, Florinda Barraquero de Serrano. Fue tan intenso el impacto emocional sufrido por don José Rímolo que estuvo enfermo de los nervios durante mucho tiempo debió ser conducido a Buenos Aires para su tratamiento.
Los cadáveres, según testimonio del mismo don José, eran llevados al cementerio de la capital u cremados dado su estado de descomposición, ya que la tarea de rescate demandó algunos días en remover y retirar los escombros de esa mole eclesiástica de gruesas tapias y fornidos adobones y rescatar también restos de santos y trozos de hermosos altares.
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