El chofer de Evita

Francisco Molina es un sanjuanino que fue el chofer de la primera dama y cuenta cómo fueron esos años.

Francisco Ernesto Molina es sanjuanino, tiene 88 años y fue el chofer personal de Eva Perón. El diario La Nación lo juntó con Andrés López, el legendario custodio de Juan Domingo Perón, y el fotógrafo Hilario Parías para que contaran cómo vivía y cómo actuaba la mujer más poderosa de la historia política argentina en los tiempos del Palacio Unzué, la residencia presidencial de Plaza Francia que compartió con Perón durante seis años. Aquí se reproduce parte de la nota de La Nación.

Francisco Ernesto Molina fue el chofer personal de Eva Perón. A los 88 años, este sanjuanino alto, cordial, afectado por una creciente sordera que no le impide compartir del arcón de su memoria anécdotas desconocidas de “la señora”, como dice con inalterable respeto cada vez que menciona a Eva Perón.

“Yo fui el chofer de la señora Evita -aclara- y después quedé con el general cuando ella falleció, por un pedido especial suyo antes de morir. Primero había estado con el general Edelmiro J. Farrell, al que en Presidencia le decían ‘Alberto Castillo’, porque le gustaba cantar. Claro qué, aunque hablando con respeto, ladraba más que cantaba. El pasaba parte del tiempo en la residencia presidencial, el Palacio Unzué, en la calle Agüero (donde está hoy la Biblioteca Nacional).

Después de Farrell, seguimos trabajando en la Presidencia, porque nosotros (conmigo trabajaba también Esteban Defilipi, ya fallecido) éramos como los boy escouts, íbamos adonde nos mandaban. Recordando los autos oficiales que se utilizaban por entonces, Molina menciona el Packard que manejaba en tiempos de Farrell y luego de Perón. Ya en la época de las presidencias de este último, en la cochera de la residencia presidencial convivían un Kaiser Carabela que le habían regalado al general, celeste y blanco, además de un “Pájaro de Fuego”. Claro que Perón no salía con esos coches, y había una persona que se encargaba exclusivamente de su cuidado. Por lo general, Perón prefería utilizar en sus salidas un Chevrolet o un Cadillac.

Tras servir muchos años con el matrimonio Perón, y al producirse la Revolución Libertadora, Molina tuvo innumerables problemas. Cinco comisiones investigadoras no lo dejaron en paz. Lo investigaron especialmente por su trabajo en el Palacio Unzué, por su intimidad con la pareja presidencial. “Ellos tenían referencia -aclara- de que yo no utilizaba uniforme en los últimos tiempos del gobierno peronista. El general Perón, en una oportunidad me había dicho: Molina, usted no usa uniforme.

Viene de particular. Entonces, ese dato les dio la idea a los investigadores de la Libertadora de que yo era la persona de confianza del general. En un sentido era así. Cuando había algo reservado que hacer, me llamaba a mí. Los autos oficiales tenían calefacción, pero con Evita se la utilizaba poco porque, como aclara Molina, a ella no le gustaba.

Justamente los momentos que el sanjuanino atesora más cuidadosamente en su memoria son los que pasó como chofer de Eva Perón. "El trato de la señora -relata- era algo extraordinario. Le diré que era una persona de carácter, muy dura cuando debía serlo, pero con nosotros, con su personal, el trato era siempre cariñoso. A los miembros de la custodia los llamaba muchachos. Nosotros, los choferes, éramos hijos (Molina habla siempre en plural, recordando a su colega fallecido Defilipi) y con la señora estuvimos hasta último momento.

UN DIA DE TRABAJO DE EVA
El día de trabajo de la señora -rememora Molina- comenzaba muy temprano. Nosotros tomábamos servicio a las 8 de la mañana. Antes, a las 7, ya estábamos revisando el coche y a las 8 debíamos presentarnos en la residencia presidencial. A esa hora, la señora ya estaba con su peluquero, Julio que la peinaba bien temprano. Mientras la peinaba, ya atendía la gente humilde que llegaba con algún pedido. Los recibía en una habitación de la planta baja. Los dormitorios estaban en el primer piso. Yo conocía el dormitorio de Perón, porque cuando el general tenía que darme una orden me llamaba a la habitación  y me decía: "Pase hijo" y ahí nomás me atendía en calzoncillo y me daba las órdenes. El suyo era un trato familiar, fraterno: "Recordando el trabajo junto a Eva Perón, Molina menciona cierta ocasión en que habían salido muy temprano de la residencia: "¿Le pregunté: ¿adónde vamos?, "A la Boite, me contestó seria". Yo la miré el espejo perplejo. "Sí, Sí, a la boite, al Ministerio de Trabajo y Previsión, porque ahí los hago bailar a todos". La señora era recta, había que conocerla. A veces se quejaba de la velocidad elevada con que manejaba. En otras ocasiones cuando la llevaba despacio me decía "Hijo, no ando paseando, tengo que trabajar".

Jamás nos llamaba por el nombre, siempre era: "Hijo, vamos a tal lado". Claro que el general también nos llamaba así y nos trataba con la mayor cordialidad. De todas formas, por la señora sentíamos un efecto especial. Teníamos por ella un gran fanatismo porque veíamos cómo se sacrificaba. La señora quemó su vida, la quiso quemar. Pero la quiso quemar por el general. 

Tanto que después que falleció Evita éste no tuvo más que contratiempos. Describiendo el efecto natural que Eva tenía  por los miembros de su personal, Molina recuerda cómo se ocupó de sus choferes hasta poco antes de morir. "Cuando falleció la señora, el día en que la estaban velando en Trabajo y Previsión, nos llamó el general: "Molina y Defilipi, vengan a vernos".

En ese momento no estabamos ninguno de los dos y todos se alarmaron porque el general nos llamó por el apellido. "Cuando lleguen, que me vengan a ver de inmediato", dijo. Yo volvía de llevar a la madre de la señora Evita  a la calle Posadas, donde vivía ella. Finalmente nos presentamos con Defilipo ante el general Perón, en el salón dorado del Ministerio de Trabajo. El estaba rodeado de senadores, ministros y embajadores. Se puso de pie, se acercó a nosotros y nos puso las manos en la espalda. "Qué andan haciendo ustedes", dijo. "Colaborando mi general", le contestamos. "Vean -afirmó-. Yo los he llamado porque quiero cumplir un pedido que me hizo la señora cuando estaba por expirar. Ella me dijo: "Mirá Juan, no quiero que a mis choferres me los manosee nadie. Así que ustedes -continuó diciendo- a partir de este momento quedan al servicio mío". El general ya tenía sus propios choferes (Gilabert y Fierro), pero nosotros seguimos a su lado hasta el momento en que marchó al exilio. Volviendo al tiempo pasado junto a Eva Perón, Molina recuerda que ella siempre subía al automóvil acompañada con algún funcionario con el que hablaba de trabajo. No era de arreglarse o mirarse por el espejo del auto. Ya salía de la residencia presidencial totalmente arreglada, con su famoso sombrerito, muy prolija, siempre.

"Un día -recuerda el chofer- la señora subió conversando con un funcionario de Cancillería. "Esto no se hace así -le decía enojada- esto debe hacerse en esta forma".

"Entonces, como observé que había un clima difícil, levanté el vidrio de la visión para que le pudiera decir todo lo que quisiera y yo no tuviera que oírlo. Pero ella enseguida, de su lado, lo volvió a bajar. Cada vez que tenía que llamarle la atención a alguno bajaba el vidrio y los hacía pasar vergüenza delante nuestro. Tenía eso la señora. A la hija del ministro Oscar Nicolini, Irma, una vez que llegamos a Trabajo y Previsión, le hizo saludarnos especialmente porque previamente nos había ignorado al llegar. Le hizo pasar un verano tremendo.

Eso no quiere decir que a veces no nos diera un tirón de orejas porque íbamos muy ligero o por algún otro motivo.” Molina recuerda que en un crudo invierno a comienzos de la década del cincuenta, allá por el mes de julio, había trasladado a Eva Perón al Ministerio de Trabajo y Previsión. En aquel entonces, en Plaza de Mayo y Reconquista estaban todas las paradas de los colectivos. “Cuando pasamos por el lugar con Evita -señala-, ella empezó a decir: ‘Ay, pobrecita esa gente, con el frío que hace. Cuando me dejan a mí, vengan a buscar a estas personas y las llevan a su casa. Y que esto mismo lo hagan todos los otro funcionarios que vayan llegando (Cámpora, Méndez San Martín, etc.), como orden del día’. Así que una vez que dejamos a Evita, fuimos a invitar a los que hacían la cola del colectivo a subir al automóvil oficial. Una señora del grupo no quería subir. Le explicamos que era el coche de la señora y que un rato antes, al pasar, ella misma la había saludado. Le dijimos que teníamos la orden de llevarlos a su casa porque era un día muy frio. Finalmente subió y la trasladamos hasta Villa Lugano. Esa gente, cuando se bajó en Lugano, nos besaba el coche por todos lados.
Después –agrega Molina-, la señora estaba muy golpeada, debilitada por la enfermedad. Cuando fue el acto del Cabildo Abierto del Justicialismo, el 22 de  agosto de 1951, celebrado en la Avenida 9 de Julio, en el edificio del Ministerio de Obras Públicas, había gente hasta más atrás del obelisco.
Seguramente fue la concentración popular más grande de aquella época.
Vimos a la señora realmente emocionada ese día. Cuando terminó el acto, Evita nos dijo: “Vamos, hijos, vamos al Sanatorio Podestá (allí estaba internado el vicepresidente, Hortensio Quijano). Voy a visitar al doctor Quijano para informarle lo que pasó acá. Quijano quedó muy emocionado con su gesto.

Recordando lo tiempos de Evita en el Palacio Unzué, Molina asegura: “La señora no tenía “noches de gala”. Todos los días se terminaba acostando a las 3 de la mañana, pero porque se quedaba trabajando en su oficina”. A las 12 de la noche o a la una de la mañana, ella estaba todavía en su despacho en el ministerio y la llamaba el general: “Venite enseguida –le pedía-. “Sí, Juan, dentro de cinco minutos voy” –le decía ella. Eran las tres y media de la mañana y todavía estaba ahí, atendiendo gente.
Ella ni salía a almorzar. Trabajaba desde las 8 de la mañana hasta las 3 de la mañana del día siguiente. Dormía poco. Una hora o dos horas, a lo sumo. Quizás ella se sentía ya enferma y quería darlo todo.

“Cuando llegábamos a la residencia presidencial, a las cuatro y media de la mañana, no ingresábamos por la entrada oficial del chalet. Lo hacíamos, por atrás, donde actualmente está la Biblioteca Nacional. Evita se sacaba los zapatitos (porque tenía pies muy pequeños) y se iba corriendo escaleras arriba para que no la escuchara el general, que ya estaba dormido a esa hora.” El día jueves, aclara el chofer, Evita no salía. Era la jornada (o más bien la tarde) que le dedicaba por completo al general. A la residencia de Olivos no le gustaba ir en lo más mínimo. En el Palacio Unzué, Perón y su círculo más próximo veían películas en la planta baja. Estas eran enviadas por el mismo Raúl Alejandro Apold. Un encargado llegaba dos veces por semana con los films. Al respecto cuenta Molina: ‘Hijo’, nos llamaba Perón, ‘vamos al cine’, y veíamos todos los estrenos. Yo me sentaba muchas veces al lado del general, y después comentábamos las películas. Al general le gustaban especialmente las americanas, no las románticas, sino las de guerra, y lo entretenían mucho los documentales. Evita rara vez tenía tiempo para estas funciones. Ella sólo disfrutaba cuando la llevábamos a la quinta de San Vicente. En la residencia de Olivos, pocas veces salía a caminar.

Posteriormente, a Molina le tocó llevar a Eva Perón a internarse cuando estaba gravemente enferma. “Ese día se sentía muy mal -aclara-, íbamos con Méndez San Martín. La esperaba el ‘maestro’, como ella llamaba al doctor Ricardo Finochietto. Eran como las 9 de la noche. Eva me dijo: ‘Vamos hijo, al Policlínico Presiente Perón’. Llegamos al portón y ya nos estaban esperando. Mientras aguardábamos que abrieran las puertas, a Evita le salió de adentro una expresión: "Ay, pensar que hice esto para mis grasitas, y ahora tengo que venir yo acá". Llorando, lo dijo, y nos hizo llorar a todos.

Nota publicada el 26 de julio de 2002 – Edición 1064 de El Nuevo Diario

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Eva Perón junto a personal de custodia y choferes, Molina entre ellos -primero de la derecha-.
El auto oficial de la presidencia conducido por su chofer. Francisco Ernesto Molina con Evita en el asiento trasero.