En 1860 San Juan vivió un suceso que la historia provincial preferiría olvidar. Ese año se mató a un gobernante en uno de los crímenes más alevosos que se recuerde. La historia merece ser contada.
Veamos primero el marco político.
El asesinato del general Nazario Benavides en 1858, tuvo honda repercusión en el país. La muerte de quien fuera hombre fuerte de San Juan durante 20 años derivó en la integración de una Comisión Representativa Nacional, encabezada por el ministro Santiago Derqui a quien acompañaba una corta comitiva que integraba entre otros, el coronel correntino Juan José Virasoro. La Comisión se proponía buscar una salida al problema político de San Juan, elevado a la categoría de caso institucional.
El problema sanjuanino enlazaba con la situación nacional donde la disputa por la presidencia estaba centrada entre el cordobés Santiago Derqui y el sanjuanino —y vicepresidente— Salvador María del Carril. Precisamente, con el asesinato de Benavides pierde Del Carril sus posibilidades pues su actuación fue dilatoria, lo que decidió al presidente Urquiza a apoyar a su ministro.
Un gobernador correntino
Sesenta días actuó la Comisión Representativa Nacional. Conformó un Consejo o Senado consultivo de 25 miembros, destituyó al gobernador Manuel José Gómez y convocó a elecciones para elegir un nuevo gobernador.
Aunque era forastero, el elegido fue el correntino Virasoro, que asumió su cargo el 25 de enero de 1859, primero como gobernador interino para completar el mandato de Gómez.
Apoyado inicialmente por diversos sectores, Virasoro pronto demostró que no era un político ni un hombre de Estado. Mitre dijo de él que “era un hombre con instintos de tigre, que no podía mandar pueblos sin cometer violencias y provocar resistencias”.
Pronto los sanjuaninos lo fueron dejando solo, rodeado por colaboradores que trajo de Corrientes. Aunque tuvo iniciativas progresistas, como el empedrado de las calles de la ciudad y la iluminación con lámparas de aceite, cometió un “pecado” que siempre trajo dolores de cabeza a los gobernantes sanjuaninos: quiso cobrar los impuestos.
El malestar de la población y la prédica de Antonino Aberastain desterrado en Mendoza, sumado a las actitudes dictatoriales de Virasoro ya transformado en el “tirano correntino” para la opinión pública, fueron creando las condiciones para los sucesos que se produjeron el 16 de noviembre de 1860.
Quién era Virasoro
El principal protagonista de esta historia, José Antonio Virasoro, tenía 46 años cuando fue asesinado. Era miembro de una familia de militares y políticos correntinos. Su padre, Juan Ascencio Virasoro, había nacido en Viscaya, España y fue piloto y cosmógrafo. Su hermano, el general Benjamín Virasoro, fue gobernador de Corrientes en 1847 y figura de relieve nacional. Otro de sus hermanos, el coronel Miguel Virasoro, fue dos veces gobernador correntino, en 1848 y 1849.
Cuando llegó a San Juan, en 1859, Virasoro era un militar de carrera de cierto prestigio y estaba casado con Elena González de Lamadrid, descendiente también de militares de carrera.
Un testimonio
Para que el lector tenga una idea acabada de lo que fue el crimen, vamos a reflejar el testimonio de un protagonista arrepentido de los hechos.
“Una cuestión sobre minas, que todos dicen aunque yo creo que es pretexto que Virasoro se las quería agarrar, fue uno de los resortes que se pusieron en juego para enconar más a la gente del pueblo y hacer hervir las pasiones y por fin el destierro de unos cuantos que eran los cabezas de la revolución, vino a precipitar el movimiento que estalló el 16 pero que nunca creímos tuviese por objeto una matanza.
Yo vi el pueblo armado y contribuí a todo, mas en la creencia que era para intimidar al mandón, hacerlo renunciar y si era preciso, ponerlo preso y mandarlo al gobierno nacional que le diera otra colocación. Así pues cuando entré con los demás a la casa y lo vi salir con el chiquillo en los brazos y que le hicieron fuego a pesar que él decía que estaba a disposición del pueblo, me dio temor por una acción tan infame y retrocedí asustado hasta un rincón, detrás de aquella gentuza que por momentos triplicaba el número, encabezados por unos 15 o 20 amigos del gobierno, jóvenes a quienes yo no hubiese creído tan sanguinarios y feroces.
Allí presencié el fusilamiento inútil de aquella pobre gente que a la verdad tenían bien puesto el nombre de valientes porque lo eran hasta donde puede llegar el valor de los hombres; ni uno solo de los once que estaban, contando tres o cuatro ordenanzas y sirvientes, se mostró flojo ni pidió cuartel. Hechos pedazos, brotándoles a torrentes la sangre por veinte bocas abiertas por las balas, mutilados muchos de sus miembros, se defendían y peleaban como leones, hasta que cayeron sin dar un gemido entre la gritería infernal del pueblo.
La mujer de Virasoro salió con sus hijos gritando si no habían balas para ella. La sangre se me heló en el cuerpo al ver aquella mujer hermosa, desnuda, con sólo una bata suelta y descalza, con los niños en la mano, pálida como un muerto, ante aquella pueblaba cebada en sangre. Nunca creí ver algo tan horrible como lo que acababa de ver.
Felizmente el oficial Marcelino Quiroga, se dio vuelta y dio la voz de
—¡Fuera, ya concluyeron los tiranos!.
Entonces se dispuso llevar a la plaza los cadáveres mientras que varias comisiones se repartieron con orden de acabar con todos los amigos del gobernador.
Muchos de estos han sido unos buenos bribones y merecían un buen susto. El que les dieron no fue chico como a los jefes militares que se han escapado a Dios gracias y a los buenos caballos.
Algunas horas después supe que no habían muerto ninguno sino que los tenían presos lo mismo que a los representantes.
Al día siguiente la gente se miraba unos a otros y se agachaba teniéndose miedo a sí mismo. Los que dieron los primeros tiros a Virasoro negaban que hubiesen ellos asistido y culpaban a otros. El remordimiento empezó a hacer efecto y yo he visto a algunos hacer acciones de locos, según era el miedo que les entró.
Se nombró a Precilla gobernador interino y se negó. Esto infundió más el pánico, hasta que empezaron a esconderse, mas como los promotores vieron el compromiso y el aislamiento en que iban a quedar, se pusieron con tesón a juntar la plebe y temiendo otro San Bartolomé, concurrieron muchos ciudadanos y como último recurso, mientras llegaba Aberastain a quien se había mandado llamar a esta para gobernar, ahí en Buenos Aires y en otras partes, se nombró provisoriamente o fue el único que aceptó al chileno Cobo.
Mientras tanto, amigo, si antes era esto malo hoy es peor. Cierto que se oyen y se gritan palacadas capaces de asustar a Napoleón, se hacen invitaciones y amenazas a Mendoza y San Luis que atemorizan. Pero la verdad es que los hombres en privado no saben qué hacer. Los oigo contar con Peñaloza y con los hombres de esa. Pero yo que sé algo de anterior por un amigo de Virasoro creo que se engañan ellos mismos. Muchos que han registrado los papeles y la correspondencia de Virasoro, temen más que Peñaloza invada a San Juan en venganza del gobernador de su plenipotenciario Rollin que era todo su desempeño en diplomacia.
El relato de la esposa
Este testimonio en realidad es una carta fechada el 29 de noviembre de 1860 de doña Elena González Lamadrid de Virasoro a su cuñado el general Benjamin Virasoro sobre el asesinato de su marido el coronel Virasoro.
Mendoza, noviembre 29 de 1860
Hermano querido:
Haciendo un esfuerzo sobrenatural puedo decirte que hoy hace doce días que tu hermano y mi esposo querido fueron cobardemente asesinados por una parte de los hombres más decentes de San Juan, siendo víctimas con él, nuestro hermano Pedro, Hayes, Cano, Quiroga y Acosta y también un tal Rollin que ese día antes había llegado y a quien no conocía.
Estos eran los hombres que se encontraban en casa en aquellos momentos. Seguros de esto, los asaltantes se lanzaron a las 8 de la mañana del día 16, tomando todas las salidas que pudieran tener los atacados y trayendo 10 o 15 hombres para cada uno de los que estaban allí. Así es que no tuvieron tiempo de huir ni defenderse y en pocos minutos todos los que he nombrado eran cadáveres.
Como tú sabes, mi desgraciado José no tenía ni buscaba más goces que los que le proporcionaba su familia. Así es que en aquellos momentos lo encontraron rodeados de algunos de sus hijos pues los otros aún dormían. Alejandro era el que se hallaba en sus brazos, el que sólo la providencia ha podido salvar pues José cayó acribillado de balazos y el niño que lo sacaron de abajo de su cadáver no tuvo más que la contusión producida por el golpe.
Yo, que estaba algo indispuesta, guardaba cama y dormía en aquel momento. El estrépito de un diluvio de balas dentro de casa me hizo salir despavorida de la cama sin poder hacer nada más que echarme una bata, descalza y medio desnuda me lancé entre aquella turba de forajidos buscando a mi marido y mis hijos. Desgraciadamente ninguno de los tiros que sobre mi descargaron fue certero y cuando se dirigían a mí con bayoneta cargada, sentí un brazo superior al mio, que arrastrando hacia un rincón, me presentaba a uno de mis hijos bañado en sangre de su padre; este era el pobrecito Alejandro y el brazo era el del hombre cruel que salvándome de la muerte (mi única dicha en aquel momento) me hacía ver con toda sangre fría un deber que yo había olvidado en aquel instante y era el de conservarme para el único hijo que me quedaba pues esta era la creencia de él.
Tal anuncio trajo a mi auxilio un ímpetu que me arrancara de los que me oprimían, y desesperada corrí dirigiéndome donde un grupo de bandidos que manchaban sus manos con la sangre de un cadáver y llenándolo de injurias. Por sus palabras conocí que ese cadáver era el del mejor de todos los hombres, el de mi marido José. Penetrando entre ellos me eché sobre él diciendo que lo habían asesinado pero que no conseguirían ajarlo a no ser sobre mi cadáver.
Felizmente mi desesperación aterró a los bárbaros y se retiraron dejándome un cuadro que sólo a la mano de Dios ha podido presentársele.
En igual caso se hallaba la desgraciada Máxima, que en vano procuraba tener aliento para arrastrar los despojos de su marido, que hecho pedazos se hallaba en el segundo patio de la casa. En estos momentos, llegaron las caritativas señoras Gertudiz P. de C., doña Elena V. de C., doña Gertrudis J. de M., casi al mismo tiempo llegó el señor cónsul chileno a quien recurrí en aquellos momentos. Entonces viendo una mano amiga que me ayudase me puse en la amarga tarea de sacar el cadáver de José del lago de sangre en que se encontraba, lavando yo misma su cuerpo y cara , que en aquellos momentos era desconocida, después de haberlo levantado del suelo y puesto en el lugar que debía estar.
Concluido esto le ordenaban al cónsul que nos dejase y a pesar de haberse resistido, no consiguió que lo respetasen.
Tuvo que salir y otro tanto hicieron con las señoras dejándonos por toda compañía los cadáveres que nos rodeaban.
En tal estado teníamos que ahogar nuestro dolor y ocuparnos de reunir todas las fuerzas posibles para la custodia fiel de aquellos restos queridos. Al fin con algún trabajo, consiguió el señor cónsul volver y también las señoras, que después de los primeros momentos fue creciendo el número de las que me prodigaron cuidados y me ofrecían sus casas y todo cuanto pudiera necesitar.
Aunque entre éstas se hallaban algunas vecinas que por varios días habían ocultado los asesinos —no te las nombro porque ya las he perdonado— pero te diré que entre ellas hay viudas, otras que con sus maridos y sus hijos son más desgraciados aún pues está visto que no saben comprender un sentimiento noble.
Después de vencer las dificultades que te he dicho para volver, el señor cónsul se ocupó de las diligencias necesarias para dar sepultura a los mártires.
Eran las 6 de la tarde y aún no habían cajones para todos. Y tuve que resolverme, aunque con muchísimo pesar, a ver que Cano, Quiroz y Acosta, sus compañeros más leales y generosos, fueran llevados a un carro y echados en la zanja común.
Para que José, Hayes, Pedro y demás fueran llevados con dignidad tuve que concurrir al convento de Santo Domingo y asentar los nombres de los muertos en la cofradía. De este modo quedaban los cófrades en la obligación de acompañar los cadáveres.
A las seis y media de la tarde fue sacado el de José que fue puesto en el féretro y llevado a pulso por algunos cófrades y acompañados por un religioso del mismo convento hasta la mitad del patio pude ser su custodia y aunque casi fuera de mí, pude mezclar mis oraciones y plegarias a las del religioso que los encomendaba. Ya entonces convencida que me separaba para siempre de lo más querido que tenía en la vida, quedé sin sentido y a merced de las personas que me rodeaban.
Cuando me fue posible comprender lo que oía tuve que abandonar aunque a mi pesar, las ruinas que me rodeaban, pues que a todas direcciones no se veían más que charcos de sangre, puertas rotas, baúles vacíos y destrozados pues mientras unos mataban otros saqueaban, a no dejarme ni siquiera el anillo que tenía en el dedo.
Ya era la oración y me encontraba amenazada por el populacho que obstruía la salida. Tuve que pedir a los caballeros, que después del asesinato y demás horrores se pusieron de guardia, que se demorasen un momento más y apoyada del brazo del muy respetable señor Borgoño, cónsul chileno, me dirigí a la casa de la señora doña Gertrudiz G. de Coll, donde he permanecido con Máxima y demás familia hasta el 22 que me puse en viaje para esta, conducida por el señor Daniel González y acompañada por algunos buenos amigos chilenos de la emigración.
Estos, asociados a González, han hecho cuanto han podido para sacarme de aquel teatro de horrores y hasta ahora no dejan de hacer cuanto un amigo consecuente cree necesario.
Entretanto, estoy en casa de don Carlos González, recibiendo favores sin límites de toda su familia y estaré aquí hasta que pueda arreglar algunos asuntos que conviene los atienda de aquí.
Recomendándole los consuelos para mi pobre madre no tengo aliento para poner limpio estos borrones. Tómate el trabajo de leerlas así y también de mostrarlos a todos los amigos; ya no puedo más.
Un abrazo a Leonor y tú el cariño de la más desgraciada de tus hermanas.
Firma: Elena.
Muerte innecesaria
Que la muerte de Virasoro fue innecesaria lo demuestra el hecho de que reconciliadas momentáneamente la Confederación y el Estado de Buenos Aires y buscando ambas partes la unidad nacional, el 11 de noviembre se reúnen en Paraná, Justo José de Urquiza, el general Bartolomé Mitre, gobernador de Buenos Aires y Santiago Derqui, presidente de la Confederación. Preocupados por la situación de San Juan, deciden enviarle una carta a Virasoro en la que le expresan que “nos permitimos aconsejarle un paso que le honraría altamente y que resolvería de una manera decorosa para todos la crisis por la que está pasando esa desgraciada provincia”.
“Este paso que le aconsejamos amistosamente —dice la carta— es que meditando seriamente sobre la situación de San Juan, tenga V.E. la abnegación y el patriotismo de dejar libre y espontáneamente el puesto que ocupa en ella, a fin de que sus aptitudes militares puedan ser utilizadas en otra parte de la Nación, con mayor honra para el país y para V.E. mismo”.
En pocas palabras, el gobernante correntino iba a renunciar a su cargo. La carta fue despachada el día 16, el mismo en que fue asesinado Virasoro.
Carta de Urquiza a Sarmiento
San José, 15 de enero de 1861
Señor
Don Domingo F. Sarmiento
Estimado amigo:
Voy al ser breve al contestar su última carta sin fecha pues es inútil una discusión cuando usted está tan apasionado que llama bandoleros a las fuerzas de la autoridad federal y vota por su rechazo y derrota, y a los bandoleros que escalaron la casa del señor Virasoro para asesinarlo, patriotas.
Virasoro no ha sido asesinado porque se defendió, según usted. No creo yo le diesen tiempo cuando iban tantos contra uno. Y ya ve que si no hay más con que probarlo no debe admitirse. Virasoro era un bravo y no había de morir como un cordero.
Esté usted seguro que si el coronel Saa se ve obligado a usar las armas, la resistencia que le opongan los que prohijen el asesinato será tan débil como la que se opuso cuando fue asesinado el general Benavides. El crimen es siempre cobarde.
Yo apelo de sus opiniones de hoy para ante los que usted formará desde el extranjero, menos plazo que el que usted me pone cuando se liberte usted de una atmosfera densa y de suyo prismática.
Soy de Ud. Affmo. amigo y servidor.
Justo José de Urquiza.
Fuentes
Bataller, Juan Carlos – Revoluciones y crímenes políticos en San Juan.
Videla, Horacio – Historia de San Juan
Juárez, Roberto - Sangre en San Juan, Revista Todo es Historia.
Ruiz Moreno, Isidoro J. - Campañas militares argentinas, Tomo III
Scobie, James - La lucha por la Consolidación de la Nacionalidad Argentina
Castello, Antonio Emilio - Historia de Corrientes
Núñez, Urbano J. - Historia de San Luis
Zinny, Antonio - Historia de los gobernadores de las Provincias Argentinas
Sáenz Quesada, María - La República dividida. Memorial de la Patria
Quiroga, Marcial I. - Martirologio patrio
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