Sea cual sea el sistema elegido para la conducción de las vides, la poda es una tarea fundamental. En este texto el doctor Fernando Mó cuenta los orígenes de esta práctica en el mundo antiguo y se detiene en la figura del podador criollo, heredero de los conocimientos empíricos de españoles y mestizos.
Durante muchos siglos sólo se conocieron las cepas de enredadera y las plantaciones de cabeza; en estas últimas la vid se conduce como un arbusto silvestre, es decir, un arbolito bajo y de escasa corpulencia. Este sistema todavía se usa en Europa y en los Estados Unidos.
Actualmente, se utilizan en gran escala los sistemas de espalderas y parrales con maderas y alambres para el sostén de las cepas. Esta conducción es muy conocida en Europa, América, Argelia, Argentina, Japón y otras naciones. Durante mucho tiempo, a estos encatrados se los ha llamado parrales españoles.
En todos los casos se recurre a cuidadosos sistemas de poda que aseguran el desarrollo, equilibrio y calidad de la producción anual.
Las vides que no se podan adquieren un gran desarrollo y frondosidad, pero los frutos resultan pequeños, inmaduros y escasos. El exceso de follaje resta luz a los racimos.
Antiguamente a las cepas, como sucedía con otras plantas, no se las podaba. Cuenta Cayo Plinio Segundo, más conocido por Plinio el Viejo, gran naturista que vivió en la segunda década de la era cristiana, que la poda de la vid comenzó a practicarse por casualidad. Una cabra comió las ramas de una cepa y el propietario observó que al año siguiente las uvas eran más abundantes y de mejor calidad que las que producían las otras. Así comenzaron a cortarse los sarmientos de las vides. De todos modos, resulta curioso el origen de esta tarea, que con el tiempo se convirtió en el más técnico de los trabajos referentes al cultivo de las vides.
En Grecia, la poda llegó a practicarse como un verdadero ritual. Se iniciaba a fines de febrero, antes de la ascención de la savia, 60 días después del solsticio de invierno. Se consideraba que los días ocho, dieciocho y veintiocho (los terminados en ocho) eran especialmente favorables.
Virgilio, gran poeta latino, que vivió 70 años antes de Cristo, se refiere expresamente a la poda de las vides cuando en sus Bucólicas expresa: “más cuando haya tomado vuelo la viña y abrace los olmos con sus vigorosas ramas, entonces sí que será preciso, ¡oh labrador!, que escamondes su cabellera y recortes sus brazos; el hierro la dañará en un principio, pero luego puedes emprender con rigor tu dominio y así recortar las ramas desbordantes”.
Otros escritores romanos “aconsejaban que en las postrimerías del invierno se limpien las cepas de toda vegetación parasitaria, sin dejar más sarmientos que los estrictamente necesarios, operación que se ejecutaba con la faix o podadera y tenía por objeto descongestionar la vid de ramas lánguidas y superfluas, mantener en equilibrio la savia y procurar a la planta una forma más apropiada a su cultivo o más grata a la vista, aparte de perseguir una fructificación mayor cada año en cantidad y calidad de racimos”.
En definitiva, puede aseverarse que desde hace aproximadamente 2.000 años los hombres podan las cepas y tienen conocimiento de sus secretos y resultados.
Ya dijo Jesucristo simbólicamente, en sus discursos de despedida: “Yo soy la vid verdadera, mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no lleve fruto, lo cortará; y todo el que dé fruto, lo podará para que dé más fruto”.
También, suele practicarse una poda en verde, es aquella que se realiza sobre ramas verdes y tiende a cuidar más la fructificación y sanidad que la formación de la planta. Se reduce, habitualmente, a la corta de “chupones” tratando de hacer el menor daño posible a la cepa en su estructura; los viticultores llaman chupones al brote del año, inserto en madera vieja, que se caracteriza por ser infértil y de gran vigor.
La poda requiere mucha experiencia y no menos prudencia. Se trata tanto de guiar la planta, como de mantener la cepa en las dimensiones que convienen, y sobre todo regularizar su producción, pues el fruto futuro se obtendrá de los brotes que salen en los sarmientos del año anterior. Por tanto es necesario podar, muy juiciosamente, estos vástagos.
"El viticultor sabe que una cepa demasiado vigorosa da poco fruto, mientras que una cepa más débil produce mucho, pero con ello arriesga su agotamiento. Conoce que los brotes alejados de la base del sarmiento son los más fructíferos; sabe esto y mucho más. Manejando su podadera, da pruebas de inteligencia, de previsión, conduciendo previamente el desarrollo de los brazos. Si poda corto, no conservando más que dos o tres yemas, pretende con ello no abusar de la cepa y no forzarla a una producción desmesurada. Si, por el contrario poda largo, dejando más de tres o cuatro yemas por brazo, intenta obtener una cosecha más abundante. ¿Es la planta capaz de producirla? Esto es lo que debe juzgar el viticultor. Maestro prudente, no decide nada a la ligera a fin de que la viña -que en su origen no es más que una liana exuberante- se pliegue con docilidad a la ordenación que se la somete y que varía según las regiones, los vidueños, el suelo y el clima; según sean formas bajas, medias o altas, podas en cordón, en espaldera o en vaso. Ello supone una técnica, un arte y, pudiéramos decir, una alianza entre el hombre y el vegetal”. (El gran libro del vino. Editorial Blume, 1977).
Es el heredero de los conocimientos empíricos de españoles y mestizos. Su saber le viene de boca a oído en el decurso del tiempo.
Sus posibilidades son apreciadas en los lugares donde mora. Generalmente, es un hombre entrado en años, se rodea de cierto misterio y la peonada lo respeta, pues conoce los secretos del trabajo más complejo y delicado de los viñedos. El hábito de la poda le concede personalidad, y sus manos grandes y nudosas denuncian el empleo continuado de las tijeras.
Usa en sus tareas, solamente, podaderas de una y de dos manos (tijeras), el serrucho y una piedra de afilar. La poda es algo que reclama experiencia, estándole naturalmente vedada a los jóvenes, a quienes el podador rehuye trasmitir los secretos de su oficio. El aprendizaje requiere observación y prudencia; algunos aspirantes se esfuerzan, pero nunca alcanzan a ser buenos podadores.
El podador es un peón adelantado, que sabe muchas cosas que otros peones ignoran.
Conoce cuándo los sarmientos (vástagos de la vid) están “maduros” y se advierte la necesidad de empezar la faena. Lleva anotado en su mente cuál es la poda que más conviene a cada variedad de vid; si las guías han de ser largas o cortas; el número de yemas vivas que debe dejar los pitones (renuevos) necesarios; si la parra admite una poda de abundancia o de castigo.
Su trabajo se realiza en invierno; por tanto, debe soportar fríos intensos a la intemperie en medio de una tarea cuyo término es impostergable.
Con tal motivo suele repetir, empíricamente, que la “última poda es la mejor”, porque se hace al final del invierno y ya no existe riesgo de que los “cortes se pasmen”; además expresa, a modo de sentencia, que la poda tardía retrasa la brotación y la planta se defiende mejor de posibles heladas intempestivas. Todo esto es cierto y sin duda lo ha oído decir al técnico o “inginiero” como él le llama. Algunos se resisten a podar cuando corre viento zonda, cuya calidez parece pasmar la cepa sometida a la devastación de las podaderas y el serrucho.
Su esfuerzo debe rendir, así lo impone el salario que percibe, superior al de cualquier otro trabajador vitícola; por otra parte, su tiempo de acción es reducido, y el calendario lo somete a un ritmo acelerado. Por ello, ha de ser dueño de una rápida concepción respecto de lo que hará cuando penetre en los parrales o viñas de espalderas, frente a una urdiembre casi impenetrable de sarmientos. Observa rápidamente la planta, de arriba a abajo, para luego comenzar, sin vacilaciones, los cortes más intrincados. Parece que lo enardece el filo y el martilleo de la tijera que de algún modo lo hace sentirse responsable de los resultados de la próxima vendimia; entonces adquiere una importancia cabal la prudencia a que nos hemos referido al comienzo de esta nota.
Debe poseer también un golpe de vista acertado que le permita mirar y ver, ya que muchos miran y no ven. Nunca más acertada la expresión cuyana “mire vea”. Sin embargo, no son admisibles los apresuramientos incontrolados; por ello, esta clase de trabajos se realizan a jornal y no a destajo o por tanto. Un podador que conoce su oficio puede podar en un parral desarrollado normalmente, hasta 160 cepas, más o menos, durante ocho horas de trabajo.
Además, este personaje señero en la atención de los viñedos guarda una disimulada inquina respecto del podador técnico, a quien suele superar en la práctica. Escucha sus lecciones a regañadientes; cuando el “inginiero” poda algunas cepas con carácter de “muestreo”, se apresura a marcarla para luego decir que las que él ha podado están más robustas, tienen más ramaje, mayor carga de fruta, etc. Es la resistencia natural y primitiva que enfrenta la práctica con la técnica, en vez de unirlas para ceñir la promesa de una producción mejor.
* Fernando Mó: Abogado, escritor, historiador, el doctor Fernando Mó se destacó como un importante y polifacético hombre público. Esta nota forma parte de su libro Cosas de San Juan – Tomo IV
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