La fuga de los periodistas

En agosto de 1932, la opinión pública nacional se conmocionaba por la fuga de cuatro periodistas que se oponían al gobierno de Federico Cantoni. Tras huir de una prisión en Tamberías, en la que estaban engrillados, aparecieron en Mendoza. El gobierno llamó a esta fuga “Revolución de Tamberías" para lo que dispuso tropas que persiguieron a los periodistas. Esta nota fue escrita a pedido del doctor Angel Antonio Villegas por Nerio Martínez, descendiente del capitán Eleodoro Martínez, retirado del Ejército Argentino, quien ayudó en la fuga de los cuatro periodistas amenazados por el régimen cantonista. La misma fue publicada el 14 de febrero de 1992 en la edición de El Nuevo Diario número 544

 Esa noche de julio de 1932 lo único que se escuchaba era el gorgoteo del agua del canal defendiéndose de la escarcha que intentaba cubrirlo. Ningún otro sonido. Los insectos estaban enmudecidos por la helada y Ia brisa cordillerana había sus­pendido sus aleteos para dejar todo el campo bajo el dominio omnipresente del frío. En la casa de la finca de El Totoral de Calingasta frente a Sorocayense, doña Adelita Gallardo de Martínez arropaba en el dormitorio de los niños a su hija de un año y nueve meses y ponía en la estufa a leña el último tronco de retamo. Cada dormitorio tenía su propio hogar, indispen­sable para atenuar el rigor de las noches in­vernales. El hijo recién llegado, de apenas un mes, dormía en la cuna de la otra pieza, al lado de la cama matrimonial, donde el capitán don Eleodoro Martí­nez leía y descansaba. De repente, el silencio se derrumbó como una avalan­cha bajo el ladrido desaforado de los pe­rros que encaraban la oscuridad hacia las lomas del oeste, pero sin aventurar­se más allá del patio, al linde del duraznal. El bochinche no cejó y luego de un par de largos minutos don Eleodoro se puso la "robe de chambre” y salió con el poncho, para defenderse del frío y con el Colt 38, de cualquier eventualidad. Hizo callar los perros y pudo escuchar voces que baja­ban desde el canal del alto y lo llamaban por su nombre. Y antes de que la linterna los alumbrara, ya adivinó de quienes se tra­taba.

 En ese entonces San Juan estaba gobernada por Cantoni, que contaba entre otros, con cuatro periodistas correligiona­rios. Pero por esas cosas del honor, de la conciencia y de la hombría de bien, los cuatro habían empezado a discrepar con el oficialismo desde el diario "La Montaña”; y el gobierno, carente de fundamentos jurídi­cos para acallarlos, resolvió cortar por lo sano, mandarlos a secuestrar y mantener­los presos en diversas comisarías, hasta llevarlos a una de las más remotas de la época: la de Tamberías en el departamen­to de Calingasta. Los reos estaban guarda­dos por agentes policiales que los acom­pañaban desde San Juan, entre los que se encontraba un pariente del director del diario y agentes de la comisaría local. Los cuatro estaban engrillados y unidos por una cadena cerrada con candado, que se abría solamente cuando la fisiología así lo demandaba.

 El nombre de los presos eran, MontiIla, Haagendal, Miscovich y Dojorti. Este último, Eusebio Dojorti era el director de La Montaña y más tarde sería conocido en todo el país como Buenaventura Luna.

Tenía apenas 25 años y ya había empeza­do a conmover fibras y corazones argenti­nos con poemas que han quedado definiti­vamente incorporados a la literatura y al folclore nacional. Tal vez por el ascen­diente que su imagen comenzaba a des­pertar en la sensibilidad de los criollos, condición innegable de los agentes que lo custodiaban, o por el instintivo y simple sentido de justicia de estos rústicos “guar­dianes de la ley” la cosa es que los agentes Flores, Iglesiano y Santiago Ibazeta, tamberino, consiguieron liberar los presos una noche y habiéndose jugado en la patriada, tuvieron que fugar con ellos. Para la maniobra contaron con la complicidad del pariente de Dojorti y de los agentes calingastinos Juan Andrés Ulíarte y Eusebio Campillay, todos cultores de esa virtud meticulosamente elaborada por los pobladores de aquellas regiones: la virtud de saberse hacer el zonzo.

 Los fugitivos enfilaron hacia las lo­mas y se fueron escondiendo entre caña­das y quebradas buscando el sur. A la noche siguiente el agente Ibazeta y el periodista Miscovich bajaron al valle intentan­do conseguir un vehículo que alejara el grupo de la zona más expeditiva que el simple trámite de caminar y encontraron el camión Chevrolet, modelo ’28 casi nuevo de un anticantonista, con el que trataron de llegar a las cercanías de la finca de don Juan Alberto Lima, ya de madrugada donde habían quedado en encontrarse. Pero una partida del escuadrón de seguri­dad proveniente de la ciudad de San Juan, los sorprendió antes de llegar a destino. Miscovich, sin dejar que el camión detuvie­ra la marcha, se tiró al ripio de la huella, atravezó a los saltos el canal de la izquierda y se escabulló entre los sauces y pastizales de los potreros. Desconocedor del lugar siguió escondiéndose como pudo siempre hadci el sur, hasta que llegó a la desembo­cadura de la quebrada del río de Ansilta, que por ser invierno estaba seca. Tomó por esa quebrada hacia el oeste, alejándose y caminó toda la noche, menos por el temor de ser encontrado que por el riesgo de morir de frío. La oscuridad no lo dejaba esquivar a tiempo alguna brea brava o algún molle y fue sumando girones en la ropa y rasguños en la piel. Tampoco pudo evitar pegarse un par de golpes por las escabrosidades de las piedras. Por suerte ya aclarando empezó a caminar entre cor­taderas y juncos ralos y pronto escuchó el murmullo del agua del río de Ansilta, que se consumía entre arenales y pedregales has­ta desaparecer. Los que saben, saben que esa agua reaparece en las nacientes de unos ciénagos que hay a los pies de la finca que era del Capitán Martínez, quince kiló­metros más abajo. Miscovich apagó la sed y cuando el sol entibió se sentó a descansar.

El agente Ibazeta, sorprendido den­tro del camión por el escuadrón de seguridad, en plena fuga apeló a esa virtud des­cripta más arriba y entre protestas apenas murmuradas explicó evasivamente que Miscovich andaba como armado y que a él lo llevaba de rehén para que le sirviera de baqueano en la zona; todo en palabras de muy vaga claridad con una admirable ausencia de afirmaciones. Y se reincorporó a su función policial, provisoriamente.

Miscovich divisó los primeros sauces de los potreros de Ansilta y promediando el mediodía llegó al rancho del puestero, al pié de la cordillera y a unos 20 kilómetros del valle cultivado de Calingasta. Desde allí lo iba a rescatar una quincena después don Pío Cristino Gallardo, hermano de doña Adelita en la forma en que nos cuenta... “llegó a mis manos un desesperado mensaje de Miscovich”, pidiendo ayuda, comida y ropa”... por ello decidí partir con los elementos pedidos después de despistar sospechas entre los perseguido­res..." “Habla hecho preparar un buen caballo y de noche cerrada me interné en las lomas más pedregosas para no dejar rastros a los “calibares” traídos al efecto y siguiendo a campo travie­sa, llegué al puesto, en donde al recibirme con sus ladridos los perros, se llevó un gran susto el refugiado...” Encontré a Miscovich en un estado desastro­so. Sus ropas pués tenían mugre sebienta de más de un milímetro de espesor con un olor impresionante, todo como consecuencia de su estadía en ésta y otras comisarías...”. "... conociendo esta situación planeamos con Florindo Gallardo, quien también había recibido el mensaje que lo esperara en el campo de los Arroyos con una mula ensillada para lo cual yo le facilité un caballo. No necesitó (Miscovich) nada más que se lo propusiera para que de inmediato aceptara la aventura salvadora, convencido de lo que le pasaría de no hacerlo.” Así fue que a dicho punto llegó el evadido con un muchachón grande de apellido Cepeda, hijo del puestero. De inmediato comunique a Mendoza en una carta el día y la hora en que estos llega­rían a Yaiguarás, donde los esperaron gente del diario “La Libertad” conduciéndolos a la ciudad de Mendoza”.

 Perdido todo contacto con Miscovich quien a esa hora repechaba bajo el frío la quebrada del río de Ansilta, los tres periodis­tas y el agente Flores entraban a la sala de la casa del capitán Martínez. Mandó éste a avivar el rescoldo de la chimenea, calentar agua en grandes tachos, preparar comida y café y cuatro camas en las piezas de hués­pedes, donde también chisporroteó el fuego en las estufas. El cansancio, el baño repara­dor, la comida y la buena cama adormecie­ron a los fugitivos más allá de lo prudente y el dueño de casa tuvo que despertarlos y obligarlos a salir sin tomar el desayuno a esconderse en las lomas; pero ahora con un par de alforjas llenas de bastimentos, dos caramañolas con agua y una con vino, mientras él se ocuparía de hacer reunir animales, aperos y aparejos, necesarios para mantenerse a salvo y buscar la huida hacia Mendoza. Ya se sabe que en invierno la cordillera cierra sus pasos a Chile.

AIgunos años antes, el gobierno cantonista había terminado de construir el camino entre San Juan y Calingasta por la quebrada del río San Juan. En un alarde de ingeniería, empeño y coraje se le atrevió a la precordillera y a punta dinamita, pico, pala y carretilla construyó uno de los cami­nos más difíciles y espectaculares del mundo. El mismo día de la fuga llegó la noticia a la ciudad de San Juan y ese mismo día, por ese mismo camino, el gobierno mandó piquetes del escuadrón de seguridad, acompañados por agentes policiales y varios civiles motorizados en los vehículos que los transportaron; y en Calingasta bien montados para internarse los rodado no llegaban. Las partidas recorrían el valle y atropellaron algunas viviendas de los que se sabía no simpatizaban con el régimen, buscando armas y hasta deteniendo pobladores sospechosos de colaborar con la “Revolución”. Vaya a saber por qué se calificó a esta simple fuga como una revolución. Quizás porque ella había comprometido a un par de agentes policiales.

O quizás para justificar la exagerada represión que se estaba ejecutando contra los opositores. Algunos de ellos fueron apresados y castigados a guascasos. Don Cristino Gallardo consiguió por influencias la libertad de su tocallo Floriano Gallardo, a quien tuvo que curarle los cardenales que los azotes de un lazo habíanle dejado en la espalda.
Eusebio Dojorti, Haghenal, Montilla y Flores vinieron a dormir nuevamente en El Totoral y a la mañana siguiente volvieron a salir bien temprano. Esta vez a caballo y con abrigo suficiente para pasar la noche a la intemperie y evitar el riesgo de ser sorprendidos en la casa por alguna patrulla. Acompañados por un peón de don Eleodoro pasaron por lo alto de La Puntilla de don Ulises Pizarro, por las lomas de la finca de don Rigoberto Pizarra y se metieron en la pampa desierta hacia los mogotes colorados. Allí alojaron aprovechando unas aguaditas y escaso pasto para los animales protegidos por las alturas de los mogotes y por un par de armas facilitadas por el anfitrión.

AI segundo día el capitán Martínez con la ayuda del tamberiano don Robertito Astudillo ya había hecho errar las mulas y providenciar los bártulos necesarios para el escape final. Sobre el techo de la casa escondió tres monturas con sus pellones, sudaderas, caronas y peguales; tres cabezas con sus frenos y juegos de riendas; cuatro bozales con sus cabrestos y dos aparejos de totora y cuero crudo con sus cinchas y encimeras. El resto de arneses y monturas necesarios estaban en el galón de los arreos propios de la finca y parte ya tenían los prófugos en su escondite de los mogotes.

A media mañana se presentó una partida con un desusado respeto pidió recorrer la casa. Lo hicieron con el mayor orden, amedrentados quizás por la imagen respetable de su dueño, aunque se lo sabía reconocido enemigo del gobernador. Desde uno de los patios el policía que mandaba preguntó de qué se trataba una construcción rectangular sobre el techo de la casa, de unos tres metros por cinco, constituida por un muro de adobes de un metro veinte de altura con una obertura que servía de entrada y a la que se accedía por una simple escalera de palos.

—Es un solarium— le contestó don Eleodoro y lo invitó a que subiera a revisar.

—Ah— dijo el milico sin saber lo que solarium quería decir. Y no subió ni mandó nadie a hacerlo. Se sabía que el capitán Martínez por su condición de militar retira­do, mantenía algunas armas en su poder fuera del usual par de revólveres y la partida efectuó todos sus movimientos con suma cautela, no fuera a ser que los fugi­tivos, de encontrarse allí, defendieran a tiros su libertad tan recientemente recupe­rada. Y aunque los perseguidores anda­ban ampulosamente armados con revólve­res y carabinas no tuvieron la “curiosidad suficiente para subir al solarium desde donde, quien estuviera escondido, podía con un chumbazo reventar como una san­día la primer cabeza que se asomara.

Fue buena suerte que las cosas transcurrieran así, porque tras el muro de adobe donde en días normales el patrón y su mujer acostumbraban a tomar baños de sol, ocultos a las miradas indiscretas, los que estaban ocultos eran los arneses, ape­ros y aparejos esperando la noche para ser uncidos.

En efecto esa misma noche se ensilla­ron y aparejaron las muías con los costales llenos de provisiones y comodidades y los tres periodistas y el agente Flores y dos peones de El Totoral se reunieron por última vez bajo la ramada, cerca de los corrales, a saborear un café caliente de la una de la madrugada y a escuchar las últimas in­strucciones que don Eleodoro le daba a los baqueanos sobre el mejor rumbo para la travesía.

A eso de las dos de la mañana se es­cucharon los cascos de las mulas romper las escarcha del canal del alto, ladraron los perros y poco a poco el tropel se fue perdien­do bajo la noche helada entre las lomas del oeste, buscando las soledades de la pampa en derecera al campo de Los Arroyos y a los altos de la Estancia de don Julio Alamos. Luego los jinetes bajarían bordeando el río de Los Patos para atravesarlo cerca de la loma del canal Santa Marta; se internarían en las estribaciones bajas de la cordillera del sur e irían a aparecer en el Barreal Blanco del Leoncito, para enfilar hacia las ciénagas de Yalguarás y el límite con Mendoza.

Nueve horas después de haber sali­do de la prisión y tres después de haber salido de El Totoral, don Buenaventura Luna y sus compañeros de odisea pisaban suelo mendocino, y la prensa local y nacional festejaba el hecho con titulares destacados.

La Historia sigue, pero ya es otra.

Iguazú, diciembre de 1991.
Nerio Martínez


UN TESTIMONIO
El siguiente es el testimonio transcripto de Juan José Montilla y autenticada ante escribano público y que la imagen se ve junto al texto.

 “El 12 de mayo de 1932, bajo la gobernación del Dr, Federico Cantoni, fuimos tomados prisioneros los periodistas de “la Montaña”, Eusebio Dojorti, el suscripto, Juan José Montilla, Ing. Enrique Haagendar y Carlos Miscovich Salinas. Estuvimos secuestrados en Pocito. Luego, en los propios sótanos de la casa habitación del Gobernador Cantoni, estuvo cautivo Eusebio Dojorti. Mientras tanto, el Gobernador negaba conocer nuestro Paradero. Después se nos reunió a los cuatro cautivos, en la localidad de Tamberías (Calingasta), desde el 24 de Mayo. Se nos colocaron a cada uno de los secuestrados sendos grillos. El suscripto certifica que la fotografía es auténtica y corresponde fielmente al grillo que se le colocó, igual al que se le impuso a cada uno de los tres compañeros de cautiverio, el que duró hasta el 31/07/32, en que pudimos liberarnos de los grillos y huir con la colaboración de nuestros custodios, sargento Ibazeta y agente Rodolfo Flores, que se nos incorporaron con riesgo de sus vidas. Arribamos a territorio mendocino y a la libertad el 8 de agosto de 1932. El grillo corresponde al tipo clásico medieval, un arco de hierro aproximadamente semicircular con dos agujeros, uno en cada extremo, por los cuales se pasaba un perno también de hierro, que se fijaba con una brazo de candado a guica de chaveta, una cadena estaba unida al grillo por un extremo y por el otro estaba asegurada a un madero vertical central. Los cuatro cautivos estábamos así unidos al mismo madero y obligados a desplazarnos inmovilizados en abanico. Cada grillo pesaba 750 gramos, medía aprox. 12 cmts., eje mayor, y algo más de nueve cmts., eje menor. El arco de hierro y su perno abrazaban la garganta del pie de cada cautivo”.

GALERIA MULTIMEDIA
Esta copia de una foto de los grilletes con que encadenaron a los periodsitas prisioneros, con la declaración de Juan José Montilla, uno de los protagonistas de aquel suceso y autenticada por escribano, fue obsequiada por el doctor Osvaldo Maurín Navarro a El Nuevo Diario
Federico Cantoni entonces gobernador de San Juan
Eusebio Dojorti uno de los protagonistas de la fuga. El entonces periodista sería famoso con el seudónimo de Buenaventura Luna.
Un recorte del diario La Libertad, de Mendoza, donde da detalles de los periodistas cuando llegan a esa provincia.
En la foto, los periodistas relatan su aventura en la redacción del diario La Libertad, Mendoza. El hecho tuvo amplia repercusión en la prensa nacional.
En la foto aparecen de izquierda a derecha, el sargento Rodolfo Flores, el baqueano Juan Astudillo, Eusebio Dojorti (Buenaventura Luna), Juan José Montilla y el ingeniero Enrique Haagendar en el diario La Libertad, la noche de la llegada a Mendoza después de una odisea de 8 días, eludiendo en la cordillera a patrullas del gobierno.