El siguiente texto fue extraído del libro “El país de Cuyo” escrito por el doctor Nicanor Larrain del capítulo IV
La conscripción civil a que los indios fueron sujetados por los conquistadores
bajo el nombre de mita, encomiendas y yanaconas, forma la página más negra de
la historia de la conquista de América.
El descubrimiento del mineral de Potosí por Huallpa en 1545,
y la necesidad de su explotación que saciase la sed de oro de los
conquistadores, hizo lugar a los penosos trabajos forzados que pesaron hasta
sobre 12.000 mitayos ocupados en el laboreo de minas.
La institución de las encomiendas hacía que los indios de
Cuyo, donde quiera que se hallasen, presentes o ausentes de sus tierras, debían
pagar un tributo de ocho pesos de á ocho reales, de los cuales, cinco y medio
eran para el encomendero, peso y medio para la doctrina, medio para el Corregidor
y medio peso para el Protector.
Cada indio para pagar el tributo, debía servir ciento sesenta y ocho días.
Se les hacía abandonar sus tierras y familias, cruzando
los Andes a pie para ir a Santiago y demás ciudades de Chile a servir a amos
desconocidos por mandato de sus opresores.
El trato bestial que se les daba, forzándolos a
penosísimos trabajos, y la expatriación que se les imponía con abandono de sus
familias, llegó por fin a conmover a los mismos opresores de tal modo, que la misma
ley que autorizaba semejante despotismo, se modificó, prohibiendo que el tercio
de indios de Cuyo pasase en adelante a servir de mita en la otra parte de las
Cordilleras.
El servicio personal de los indios, que había sido
prohibido por cédulas de 20 de junio de 1523 y 24 de noviembre de 1601, había
perdido su fuerza por la distancia y oposición de los encomenderos, siendo de
notarse que el carácter prohibitivo de esta última era: «porque son causa de
que los indios se vayan consumiendo y acabando con las opresiones y malos
tratamientos que reciben».
Estos verdaderos atentados contra la humanidad que los conquistadores
consumaban en todas partes, provocaron la indignación de las potestades civiles
y religiosas, y hallaron un verdadero apóstol de caridad en el padre Bartolomé
de las Casas, obispo de Chiapa en Méjico, quien protestó enérgicamente contra
las crueldades de que eran objeto los indios, hallando sus quejas eco simpático
ante el soberano de España Carlos V, quien dictó algunas medidas represivas.
Las Casas no cesó en su obra de caridad en favor de los americanos,
durante los 50 años que vivió en América, y en prosecusión de tan nobles
propósitos, publicó una relación de la destrucción de los indios, obra que ha
merecido la reproducción en varios idiomas.
En 26 de mayo de 1626, Don Francisco Salcedo, obispo de Santiago
de Chile, en su visita hecha a San Juan, Mendoza, Valle Fértil y Capayanes, “viendo
el excesivo rigor con que los huarpes eran tratados, llevándolos en mita a
Chile, con abandono de sus mujeres, etc., etc.”, violando así lo dispuesto por
las reales cédulas, se vio en el caso de condenar con excomunión mayor y cien pesos de oro por cada pieza que
se sacase de Cuyo; y facultando a los vicarios, curas y doctrineros para que
aplicasen estas penas a todos los encomenderos y demás personas de cualquiera
clase, así naturales como españoles, si en enero del año siguiente no
estuviesen en sus tierras los indios que se hallaban fuera de su naturaleza, por alquiler o cualquiera otro modo con que se pudo compelerlos
al abandono de sus hogares.
Estos rigores, que no eran de extrañarse, dada la clase de
aventureros que la España mandaba en gran parte a la conquista, hallaron su
excusa, si se recuerda que la Iglesia misma tuvo sus escrúpulos para admitir a
los habitantes de América en el rango de seres racionales, que el bautismo, aun
como medio civilizador y de propaganda fide, se les escatimó a los indios, y
que en fin, recién en 2 de junio de 1537, Paulo III, fundador de la Inquisición,
expidió su bula que declaró a los americanos seres racionales y que los indios
eran realmente hombres.
El funesto consorcio del trono y del altar, que aunaba el terror del arcabuz
con la rémora del fanatismo religioso, hacía desesperar a los indios, que no
llegaron a ver en el cristianismo y las misiones más que medios para reducirlos
a la más amarga esclavitud.
—Déjate bautizar, decía un franciscano a un indio, e irás al Cielo.
—¿Van también allí los españoles? preguntó el indio.
—Sí, pero solamente los que son virtuosos y buenos.
—Entonces, yo no quiero ir al Cielo.
A través de los siglos, el monarca Fernando VII se da la mano con el papado
para condenar el sentimiento más natural y noble de los pueblos que, sintiéndose
capaces de la libertad, quieren ser libres.
Los buques de la Península, que traían un ejército para ahogar nuestra
revolución y matar nuestra independencia, eran los conductores de las
encíclicas de Pio VIT (1816) y de León XII (1824), dirigidas a los obispos de
América, condenando nuestra emancipación política.
Es que el derecho divino de la Monarquía sentía tan hondamente, como el de las
bulas, diezmos y primicias.
El horroroso despotismo de que eran víctimas los huarpes,
produjo el gran movimiento de 1632, en que éstos, en combinación con todas las
tribus del Norte hasta los calchaquíes atacaron las poblaciones españolas.
En 1661, los huarpes en unión con los puelches,
pehuenches y araucanos verifican un gran levantamiento que se manifiesta por
ataques aislados, y seis años después destruyen los pueblos del Valle de Ucos,
Corocorto y otras nacientes poblaciones, amenazando aun hasta la ciudad de
Mendoza que tuvo que fortificarse para repeler cualquier agresión que
se intentase contra ella.
En 1712, un nuevo alzamiento de los huarpes en combinación con los pehuenches,
llevan la consternación a los pueblos, que vieron la ciudad de San Luis
entregada al incendio y desolación en poder de los indios que la tomaron por
sorpresa.
La última tentativa de este género, verificada por los indios, fue la que
encabezó José Gabriel Tupac-Amarú, cacique del pueblo de Tungasuca, Provincia
de Tinta en el Perú, en 4 de noviembre de 1780, la que repercutió entre los
calchaquíes y huarpes, y concluyó por la bárbara muerte a que se
le sujetó en la plaza
del Cuzco, con ocho más de sus compañeros, en 18 de mayo del año siguiente.
Este bárbaro y atroz castigo contuvo a los indios de aquende los Andes, y dio
por resultado la completa sumisión de todos los que no pudieron emigrar a las
pampas. Desde entonces, el elemento indígena en Cuyo comienza a desaparecer,
confundido por la fusión operada entre la raza india y la de sus dominadores.
La servidumbre les alejó de sus montañas, donde vivían formando miserables
tamberías (caseríos), en Calingasta, Mogna, Lagunas de Huanacache y otros
parajes de Cuyo.