Fueron tres mini locomotoras que pasearon a miles de familias en sus vagones, entre la década del 60 y el inicio de los 90. Uno de sus maquinistas le compartió a El Nuevo Diario su entrañable experiencia como conductor durante casi 20 años. Nota publicada en El Nuevo Diario, edición 2137 del 29 de marzo de 2025. Una nota de Pablo Zama
En el zarandeo de la memoria generalmente predominan
los alegres recuerdos de la infancia. Y para miles de sanjuaninos una de esas
dulces huellas refiere a los trencitos del Parque de Mayo. Tres máquinas
“petisas” con origen en el trabajo minero que después se llenaron de colores
para llevar a las familias en un paseo algo monótono (vueltas de poco más de un
kilómetro) para los maquinistas pero inolvidable para los pasajeros.
No solamente los adultos que viajan a su niñez, como
coraza ante las batallas de la vida, mantienen presente aquella vuelta por el
pulmón verde de San Juan. También quienes tuvieron el orgullo de conducir las
mini locomotoras regresan cada tanto a esa cápsula del tiempo.
“Si vuelven a poner el tren, yo sería el primero en
estar ahí”, anhela Carlos Manzur
(67), quien junto a su hermano Américo
(68) fueron maquinistas de ese emblema del parque durante casi 20 años.
“Me gustaría
tener una última vuelta en el trencito”, dice el hombre y se quiebra. Esa
emoción ya es casi un hallazgo en tiempos de la irrupción de la inteligencia
artificial, en donde el futuro de los trabajadores es cada vez más incierto por
el avance de la “robotización” de las industrias. Entonces, en un mundo que
camina a máxima velocidad y en donde el tiempo es un bien cada vez más escaso,
parar la locomotora de la vida y recordar los orígenes es un respiro en medio
de las exigentes estructuras cotidianas.
Hoy, a 61 años de que los pusieran en marcha, partes
de los trencitos aparecen “abandonados” a metros de la estación desde la que partían,
en el costado del parque que mira hacia calle 25 de Mayo. Los colores vivos que
resaltaban su presencia ahora quedaron apagados por el gris de las locomotoras
(antes eran rojas), que también tienen un leve amarillo en cada frente y
mantienen el rojo de la parte inferior. Cada uno conserva dos vagones en los
que aparece un verde oscuro que en otros tiempos supieron alternar varios
colores, mientras que en la década del 60 primaba el amarillo.
Cuando los Manzur comenzaron a conducir esas
locomotoras -con motor Perkins de cuatro cilindros que tiraban unos “siete u
ocho vagones por máquina llevando cerca de diez personas” cada uno- tenían
entre 15 y 16 años.
En aquella época, en el lago la gente podía andar en
bote y en lancha, y de niños los hermanos hasta se animaron a pescar y sacar
“sapitos y ranas” del agua. También se juntaban con amigos a comer los frutos
del peral cercano “a la pérgola, en la entrada al túnel”.
El primer trencito (supuestamente donado por Leopoldo
Bravo) había empezado a transitar por los alrededores de ese pequeño embalse en
marzo 1964, durante la Feria Nacional del Vino y la Industria. Era una
exposición desplegada en el icónico espacio verde de los sanjuaninos.
Para los Manzur, la diversión en el parque se
convirtió en una fuente laboral. Primero empezaron a llevar los botes con un
hierro hacia la orilla del lago para que los clientes pudieran bajarse después
del paseo. También cobraban el ticket que “el dueño le daba a la gente” y la
hacía subir. Cuando los empresarios innovaron sumando una lancha, Carlos
aprendió a manejarla.
En la retina de muchos sanjuaninos están guardados, además, los recuerdos de
las noches en las que se subían a los botes a pedal, parecidos a los que hoy
hay en el dique Punta Negra.
“Eran
filas y filas de gente para ir en el tren. Estábamos hasta las cuatro o cinco
de la mañana”, expresa Carlos Manzur, exmaquinista
Otro de los históricos motorman del trencito fue Héctor Agüero. Él y los Manzur probablemente
no hayan dejado nunca de viajar, al menos en la imaginación, en aquellas
escuetas formaciones que les sacaban una sonrisa a las familias cuyanas y a los
turistas.
Carlos, por ejemplo, recuerda que se incorporó a los
“choferes” que ya estaban cuando el encargado le enseñó a conducir la
locomotora. “Fui perfeccionándome todos los
días. He llevado muchísima gente. La distracción más grande era cuando
atravesábamos el túnel: pasábamos dos veces, de ida y de vuelta”, cuenta.
Estos trabajadores descansaban cada lunes y el martes
iban a ayudar a acondicionar las unidades. “Los días en que se trabajaba más
eran los viernes, sábados y domingos. Era una locura. Había dos máquinas y
compraron una tercera”, dice sobre el éxito que tenía ese espacio para la
diversión.
Manzur explica que la primera parada que tenían era “en
donde estaba la vuelta al mundo, que era de los mismos dueños (Girón Hermanos)”. “Ellos también tenían
la calesita, los botes, la lancha y un kiosco”, asegura.
“Eran filas y filas de gente para ir en el tren.
Estábamos hasta las cuatro o cinco de la mañana. Llevábamos muchas horas sobre
la máquina (en los últimos años ponían un cojín en el asiento), el calor era
insoportable. Así que bajábamos una o dos horas y nos íbamos a atar botes o
descasábamos un poco la cintura manejando la lancha, porque era un trajín muy
grande. Yo ahora sufro de los riñones”, explica el exmaquinista.
Algunos domingos era una fiesta. Las mayores pruebas
ciclísticas llegaban al estadio abierto Aldo Cantoni (que ya no existe) y la
gente se agolpaba en el Parque de Mayo. “Era cuando corrían el Cacho –Arturo-
Bustos, Moisés Carrizo, el Payo -Antonio-Matesevach y el Calavera –Manuel-
Luna. En el parque no se podía andar, había mucha gente”, rememora el hombre.
Además, nostálgico, y usando una frase trillada pero
no por eso menos asertiva, asegura que “eran otros tiempos” cuando grafica que
“uno dejaba una bicicleta en el parque, se iba a la casa y al otro día –el
rodado- estaba ahí”. Los Manzur respiraron siempre ese clima de diversión sana
en el principal paseo provincial porque vivían enfrente. Solo tenían que cruzar
la calle 25 de Mayo para ser parte de ese mundo de colores, risas y gritos
alegres de los niños que se acomodaban en los vagones junto a sus padres en las
tardes y noches capitalinas.
Antes
de llegar cerca del monumento al deporte “era una parte muy oscura”. “Entonces
uno tenía que estar pendiente de los chicos que a veces se colgaban del último
vagón”.
El maquinista asegura que “siempre fue el mismo
recorrido” para los trencitos: “Primero hacíamos toda la vuelta al lago desde
la estación y llegábamos a la punta del lago, mirando para el velódromo. Ahí
nos descolgábamos después de parar y esperar que pasara una máquina o las dos
si habían salido juntas (todas iban siempre en la misma dirección)”. Así
evitaban choques.
Antes de llegar cerca del monumento al deporte “era
una parte muy oscura”. “Entonces uno tenía que estar pendiente de los chicos
que a veces se colgaban del último vagón. Era tanto el peso que generaban al
subirse que se salían las dos ruedas de delante de ese vagón, lo dejaban cruzado,
salido del riel y hubo gente que se caía”, relata.
Otra de las situaciones desagradables a las que a
veces se tenían que anticipar eran las travesuras de algunos niños que “se
ponían sobre el puente, en la bajada al túnel, y tiraban tierra, agua y hasta
orina en bolsitas”. “A nosotros no nos caía, porque teníamos la máquina techada,
pero sí les caía a los pasajeros”, apunta.
Los trenes tenían dos paradas: una en la estación y la
otra en donde estaba ubicada “la vuelta al mundo”, otro lugar en donde también
bajaba y subía gente, porque vendían tickets. Al lado de la estación había un
gran kiosco atendido por una mujer conocida como “doña Gloria Rivero”.
Manzur recuerda que un día un hombre se acostó a
descansar en el césped y dejó la bicicleta sobre la vía. “Se la cortamos a la
mitad”, dice. “A veces la gente se atravesaba, porque pensaba que era un auto
que lo podías frenar rápido, pero eso era fierro contra fierro, una locomotora
en miniatura. Uno presionaba los frenos y recién paraba a los siete u ocho
metros”, detalla sobre los riesgos que implicaba conducir esa mini formación
que podía alcanzar los 40 kilómetros por hora pero ellos preferían ir a muy
baja velocidad para evitar siniestros.
Además, antes de encender las locomotoras, los
conductores les pedían a los pasajeros que pusieran los brazos afuera hasta
salir de la estación, porque “había como una jaula de la que los vagones
pasaban a escasos cinco centímetros y también estaban los pilares”.
Otra
de las situaciones desagradables a las que a veces se tenían que anticipar eran
las travesuras de algunos niños que “se ponían sobre el puente, en la bajada al
túnel, y tiraban tierra, agua y hasta orina en bolsitas”.
“La gente de otros países pedía sacarse fotos con
nosotros. Eso era lo más lindo. En el centro o en Mendoza había personas que
decían ‘mirá, el señor del tren del parque’. Me queda en el corazón saber que
la gente se acordaba”, cuenta el hombre que con el paso de los años perdió esa
“fama”, porque los tiempos cambian junto con las nuevas generaciones y los
recuerdos visuales de la gente se desgastan.
Los maquinistas llevaron en los vagones a personalidades tales como el
exgobernador Eloy Camus, Saúl Saidel,
Juan Victoria, Elsa Zunino o los expilotos Ricardo “El Colorado” Zunino y Carlos “Cascote” Juárez. A veces
ocurría que había niños llorando porque a sus padres no les alcanzaba el dinero
para un viaje y el motorman los dejaba subir al tren.
En el parque, Carlos conoció a su exesposa, con quien
tuvo 12 hijos. “Cuando me acuerdo del trencito recuerdo a mi señora”, dice,
como volviendo a ese tiempo. Hoy vive solo y trabaja embolsando alimentos secos
o se va al sur argentino a construir cabañas de troncos.
Mientras rememora el restaurante de España y
Libertador al que iba con sus compañeros cuando terminaba su trabajo, en donde
se quedaba hasta las ocho de la mañana, asegura que se emociona cuando ve lo
que quedó del trencito.
Tanto para quienes fueron pasajeros-niños en aquella
época como para los conductores de las mini locomotoras, ese paseo será siempre
“algo inolvidable”.
“Es un orgullo haber llevado a miles de personas. Si
un día puedo volver a manejarlo sería lo último que haría en mi vida”, expresa Manzur,
con la voz entrecortada. Y no debe ser el único que cuando recuerda el trencito
deja soltar alguna lágrima, soñando con “tener una última vuelta” en ese ícono
para tantas infancias.
El
maquinista del trencito del Parque de Mayo, Carlos Manzur (derecha) junto al
tanguero Hugo Cárdenas, en Peatonal Rivadavia.
Los trencitos anduvieron regularmente en el Parque de
Mayo entre 1964 y 1994. En 2023 volvieron a funcionar pero a los cuatro meses
pararon. En redes sociales los nostálgicos aún piden su regreso.
“Lo más lindo de mi infancia lo viví en el parque.
Después tuve el orgullo de manejar el trencito y cuando veo las partes que
quedaron me da una emoción muy grande”.
Carlos
Manzur – exmaquinista.