El mandado

 El almacén de los Villarino, en Huinca Renancó, era un galpón rectangular, de chapas acanaladas, donde la lluvia, al golpear sobre el metálico cobertizo, desgranaba el más ex­traordinario y elemental concierto que la lluvia puede ofrecer al hombre. Mi corazón de niño solía pasar largas horas escuchan­do la música del agua, sobre el zinc, arrobamiento en el que participaba el cielo gris y lloroso; algún pájaro surcando, solitario, el desolado cielo y las palomas que zureaban en los alféizares de las ventanas de la iglesia del pueblo. Esa iglesia, siempre a medio construir y donde el cura Salguero sembraba el evangelio y donde, hasta hacía poco, entre los coirones, los cardos y los cortaderales de alguna cañada, el ranquel resig­naba su orgullo y sus vastedades al empuje del caballo, la eficacia de la pólvora y el empeño de la cruz.


De pronto cesó la lluvia, se rasgaron las nubes y el sol, limpio y esplendoroso, dibujó en el naciente un arcoiris pupudo de ollas de barro llenas de monedas de oro. De los árboles mojados caían demoradas gotas como atornasolados caireles, como si el cielo preñara a la tierra con las doradas semillas del sueño y la fantasía; las casas, las plantas y el aire, lucían tersos y expectantes, como maestra el 25 de Mayo.

Tomé para el norte, frente a la plaza, saludé a don Tronquito que, en orientales bombachas y alpargatas negras, sentado en el cordón de la vereda, saludaba a la gente, veía pasar la vida, regustaba los placeres de la amistad y llenaba su pecho de un dulce gozo de dejarse estar. “Estar estando” que al final de los escasos días del vivir es el único bagaje digno de acom­pañarnos en el largo viaje. “Liviano de equipaje”  —como quería Machado—. Cuando llegué a la panadería de Yuli, un vivificante aroma a pan fresco, caliente, perforó mis narices y se anidó en mis sesos. El crujir de las galletas al irse enfriando, sonaba en mis oídos a música de romería y al almidón de las sábanas de mi madre. Oreste Yuli me dio la bolsa de galletas, me las anotó en la libreta, y me dio la yapa: un puñadito de caramelos banderitas, esos que traían versitos, por lo general con motivos patrios y “morales moralejas”. Me eché la bolsa al hombro y tomé el camino de regreso a casa; saqué media galleta y me fui comiéndola. De vez en cuando, con la bigotuda alpargata, le daba un patadón a algún cascote y me parecía que yo era Tanguito, el centro fóbal de Nelson, el cuadro de mis amores y cuyo verde color yo soñaba con vestir algún día, cosa que no pude conseguir, parece ser que la pelota y las patadas no hacen buenas migas con lecturas y embobamientos. Cuando, de vuelta pasé frente a lo de Villarino; ¡allí estaba!. No pude resistir y me metí a mirarlo.


Sentado en una silla baja, de esas materas, y afirmado su brazo izquierdo sobre el mostrador de pinotea, estaba don Garraza. El sol, ya acariciante, nimbaba su figura de una dorada y tibia pátina. Parecía una estampita de esas que nos daba el cura. Me acerqué tímidamente y me entregué a verlo: Tenía las piernas vendadas hasta la rodilla, con “esas” vendas para las várices, calzaba unos botines patria de los cuales unos indefinidos trapos sobresalían a modo de medias. Algo como bombacha o breche le cubría hasta las vendas y se metía debajo de ellas. Lucía una camisa blanca, bien limpia y, debajo de ella se adivinaban dos o tres camisetas de frisa; una corta corralera marrón, de género burdo y grueso y amplios bolsillos y un pañuelo bataraz de esos baratones y sufridos y engalletado al cuello, completaba su atuendo. La parte superior era algo especial. Un pañuelo cruzado bajo la mandíbula y anudado en la parte alta de la cabeza, cumplía —presumo— la función de sostener las carretillas en su lugar; un viejo y copudo sombrero negro de alas cortadas y largo barbijo, daba cima al atuendo. La cara era algo especial e inolvidable. Debajo del pañuelo le asomaban unos pelitos blancos, ralos, como aindiado, la tez era blanca, aunque muy curtida por los aires, el sol y los años. (Nunca pude saber el color de sus ojos), tal vez nunca me animé a verlos. Tenía los párpados caídos, enrojecidos y siempre, llenos de lágrimas. Lucía tantas arrugas que era difícil encontrar el “piso” de la cara. Estaba siempre quieto (hierático), como olvidado en el tiempo y con la mirada perdida en otros guiñes. De vez en cuando, con su bracito izquierdo, tomaba del mostrador un vasito chico de vino tinto y, en titubeantes semicírculos, sorbía cortitos tragos, revoleando los (imagina­dos) ojos. La nuez, pálida y puntiaguda, empujaba esos traguitos como con desgano. Allí estuve, mirando al viejo y comiendo unos chicharrones prensados que saqué por el agujerito de una bolsa, en un descuido de don Villarino.


Después supe que don Garraza (nunca se supo el nombre de pila) tenía para ese entonces, ciento cinco años. Que había sido hombre de a caballo y que había andado en los malones (mejor no preguntar para quién); lo importante es ejercer el coraje y gastar los bríos. Como ya iba a anochecer tomé la bolsa de galleta y agarrando la “calle de la loma” me fui para “las casas”. Papá me preguntó que por qué había tardado tanto. ¡Pobre viejo, nunca comprendería todo lo que yo aprendí en ese mandado!

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Ilustración: El mandado