Tenés un pucho, viejo? ¡En el treinta hubieras ligado un bofetón que no fumas más en tu vida, te lo digo yo! Y todo el mundo sabe que no fumar es muy bueno para la salud... y el bolsillo.
Mi padre trabajaba de albañil: entraba a las siete y salía a almorzar a las once; luego de una a cinco. De seis hasta que hubiera luz (y veces más) cultivaba la chacra y alimentaba a los chanchos; mientras mamá hacía la comida, limpiaba la casa, lavaba la ropa, tejía, hacía medias, criaba gallinas,
recogía huevos y fabricaba hijos. ¡Que algo de bueno ha de tener la pobreza!
Cuando en una casa son once en la mesa, entre padres e hijos, las comidas que se sirven en esa mesa son las más apetitosas del mundo. ¡Pruebe hacerlo: échele hambre a la comida y verá cómo sabe! En casa éramos once y una inacabable cantidad de hambre, que, repito, es la mejor salsa del mundo. ¡Mamá era una gran cocinera!
De doce a una, al mediodía, papá se echaba a dormir la siesta, lo hacía en un catre de lona, casero, y a la sombra de un paraíso que había al lado del molino. Mientras papá dormía yo solía escabullirme al dormitorio de los viejos, donde, sobre la mesa de luz estaba (inexorablemente) la lata de tabaco negro caporal La Mariposa y cumplía con el excitante rito de robarle un puñadito. Si la lata mediaba o más abajo, sacaba todo el tabaco, lo esponjaba para que aumentara de volumen, lo metía en la lata y ¡conciencia tranquila a fumar se ha dicho!
El aroma del tabaco de papá se me ha quedado en la memoria y, aunque peque de hereje, diría que se me pegó más que el Padrenuestro (que no se fuma) y me basta cerrar los ojos, revolear la vista para atrás, revolver en la memoria y ¡zas! ya me veo muchacho y fumando el más fuerte y aromático tabaco robado del mundo.
La primera vez que lo fumé me dio vómitos y caí descompuesto; la segunda me dio vómito, no más, y a la tercera empecé a tomarle el gustito y a fumarlo a pecho y a sentirme más hombre y me gustaba darles a mis amigos una chupadita, para que vieran qué fuerte era el tabaco y cómo a mi no me hacía nada. ¡Al final me hice hombre y tardaría muchos años en ser hombre otra vez y dejar el tabaco!
Y así me inicié en el fumar; después descubrí que no había sido nada original: todos mis hermanos mayores habían hecho lo mismo: el abordaje a la lata del viejo. ¡Qué zonzo era papá!
De nueve hermanos, seis eran varones y tres ¡pobrecitas! mujeres, que esas no fumaban. De muy pequeños no fumábamos, pero, juro que todos los pequeñitos sufríamos la angustia de crecer muy despacio, pues nunca llegaba el tiempo del pucho y el salivar de costado y el oler a hombre.
A veces interrumpíamos los juegos: piedra libre, rescate, gata parida, hoyo y pelota, bolitas, billarda, barrilete y fóbal y ¡qué se yo! y nos reuníamos entre los matorrales o en la esquina, bajo el foco y, mientras alguno espiaba a que no vinieran los viejos, los demás nos dedicábamos al prohibido placer de hacernos hombres fumando.
A los muchos años, y traicionando aquellos queridos secretos, debo confesar que el fumar nunca me hizo bien. Me quitaba el apetito; daba mal gusto a mi boca; me hacía doler la cabeza; olía que apestaba y siempre anidaba el temor de que papá me descubriera y me diera una antológica pateadura. A pesar de todo, los tiempos eran hermosos y el pecado de mentir (en lo del cigarrillo) era un dulce desafío que nos consolaba del sufrimiento de ser chicos.
Yo trabajaba con mi padre en una obra en construcción y andaba a las escondidas detrás de los muros para echar una pitadita (qué raro que papá no me haya sorprendido nunca). Un día, como la cosa más natural del mundo, cumplí dieciocho años. Qué emoción; en casa mamá hizo pasteles al mediodía y chocolate por la noche! ¡Yo era la vedette!
Ese día, al almuerzo mamá tendió la mesa en la galería de la casa, a la resolana. Los pasteles habían salido muy ricos y la alegría era sana y comunicativa. Mi padre, se había peinado cuidadosamente y, debajo de la negra faja, se insinuaba un sospechoso bultito.
Cuando terminamos de comer, papá me dijo ceremoniosamente (como si botara un barco) ¡Rufino, hoy cumples los dieciocho, así que desde hoy puedes usar esto delante mío! Y echando mano al bultito de la faja, sacó un paquete de cigarrillos “Pour la Noblesse” y una caja de fósforos que depositó en mis manos. Yo me puse colorado, como si me hubiera sorprendido fumando. Papá agregó ¡Espero que desde hoy no me robarás más tabaco y que lo sacarás delante mío! Y se echó a reír.
Agarré otro pastel, tragué un nudito que tenía en la garganta, levanté una mano y toqué el cielo: ¡Ya era hombre! Pero, tardaría dos años más antes de atreverme a fumar delante del viejo. ¡Cosas de antes!