“Estos, Fabio, ay dolor, que ves ahora,
Campos de soledad, mustio collado…”
Papá se echó la gorra para atrás, apantalló los ojos y fijó la vista en unos bajos nubarrones que se estaban formando por el sur. Luego entró a la cocina y le dijo a mamá: “Antonia, no me gusta nada esto, creo que vamos a tener baile”. Después se encaminó al galpón de las herramientas y se le oyó trajinar cosas.
Corría el mes de enero de 1929. Ese domingo había sido extremadamente cálido y un persistente viento del norte, caliente y pegajoso, había amustiado los verdes campos. Al atardecer, el viento había parado de golpe y se empezaron a formar esos nubarrones que, amenazantes, se elevaban en un lento desplazamiento para el lado del pueblo. Los pájaros que volvían a sus ramas y a sus nidos habían dejado de piar: las gallinas se apresuraban a sus gallineros; los pavos y las gallinetas a sus árboles y los patos buscaban sus acomodos cerca del molino y la laguna. El ganado, como temeroso, se apiñaba en los corrales cerca de las casas. El cielo empezó a oscurecerse y, suavemente, empezó a correr un viento del sur: el pampero. Un ancestral temor envolvía los seres y las cosas. Nadie sabía qué era, pero, la amenaza estaba en el aire y el temor en los corazones.
Papá salió al patio, dio dos característicos silbidos, con el inconfundible estilo tribal: con ímpetu al principio, cortadito al medio y un largo y decreciente trinar al final. Pepe, Paco y Jesús, que peloteaban al arco en la cancha de fútbol vecina, escucharon el paternal llamado y, presurosos acudieron al reclamo. Cuando llegaron al patio, papá les dijo: “Muchachos, ayúdenme a traer ese tronco al comedor. Era el grueso tronco de un eucaliptus que había derribado un rayo y que papá había desgajado. Entre todos: papá y mamá, grandes y chicos, varones y mujeres, logramos meter el tronco al comedor. El viejo se metió al galpón de las herramientas y volvió con una escalera de tijera y un rollo de alambre dulce. Encaramado en la escalera, papá descolgó desde la travesía en la que descansaban las alfarjías que sostenían el techo de zinc, tres gruesas riendas de doble alambre, riendas que amarró al tronco de eucaliptus. Tensó firmemente las riendas y dijo: “Antonia, prepara la cena”.
Nos sentamos a la mesa y se repartió la tortilla; ya el viento silbaba entre los eucaliptus y hacía crujir el techo de la precaria vivienda. Cuando el viento ya era un ciclón que amenazaba volar el techo, se tensaban las riendas y movían el pesado tronco, gracias al cual el techo permanecía en su lugar. Papá nos mandó a todos a la cocina que era muy baja y no corría peligro. Papá se quedó solo en el comedor, oyendo crujir el techo. La lámpara de querosén, proyectaba hacia el patio la sombra de papá. Todos nos sabíamos a salvo.
Cuando cesó el temporal, todos nos fuimos a la cama. El gato salió de abajo de un armario, olió el tronco de aucaliptus, luego salió al patio y se perdió en la noche.
Al otro día el pueblo daba lástima. El ciclón había derribado árboles, arrancado techos, volcado las líneas de teléfono y telégrafo. Algunos ranchos se habían derrumbado y hubo algunos heridos. En casa era un día más: a las siete mamá tomaba mate, papá regaba la quinta, Pepe y Paco salían para el trabajo y “las muchachas” cortaban choclos, arrancaban papas y alguna verdura que luego, en canastas salíamos a vender por el pueblo. A los productos de la quinta los acompañábamos con algunas gallinas, pollos, patos, huevos y algún conejo que ayudaban a parar la olla para diez personas que éramos. Donde hay pobres nunca falta hambre y en la época de la depresión que empezó el 29, le puedo asegurar que la abundancia de hambre era bastante grande… aunque no tanta como ahora, se lo puedo asegurar.
Y a propósito de lo que estoy relatando: ¿Sabe lo que se me ocurre? Y no es que quiera meterme en el plan económico ¡Dios me libre! Pero, pienso que el señor presidente, Menem, debía hacer como mi viejo. ¡Sí, señor presidente! Empiece a juntar troncos de aucaliptus, porque el ciclón que se viene parece que va a ser bravo (con perdón de la palabra) y aquí hay que hacer muchas riendas, que el techo de la patria es grande. Yo que usted, señor Presidente, ya les estaría pegando a los muchachos dos silbaditas para que vengan rápido a apuntalar el techo… antes que venga el ciclón. Sobre todo, para que se dejen de pelotear zonceras y vayan a lo serio. Aunque mucho me temo, señor presidente, que a usted le va a ser más difícil que a mi papá. En el tiempo de mi viejo no había huelgas. La gente se dedicaba a trabajar en serio, como en mi casa ¿vio?. Papá cuidaba y cultivaba la quinta, los mayores salían a trabajar, las mujeres criaban animales de granja, cosechaban los frutos de la tierra y luego los vendían y, mientras eso se hacía, en la casa no faltaba de nada porque todo se producía ahí mismo, en la casa. Y no había vencimientos y no teníamos que ir al banco ni a la cola de los usureros y contemplar el triste, abominable espectáculo de las remarcaciones en los precios. Y el dólar era un señor que vivía en Norteamérica y a quien nadie, ningún argentino, le daba “pelota”, porque teníamos un peso fuerte, respaldado por el trabajo y el ahorro sano. Los tratos se hacían de palabra y se cumplían. Y el que mejor trabajaba más ganaba y los vagos, eran eso: unos vagos sinvergüenzas y descarados y nadie les daba “bola” y ahora son señores asesores. ¡Por favor, hasta cuándo!
Sí, señor presidente! Salga al patio y pegue unos silbidos. Haga juntar muchos troncos de eucaliptus para que no se le vuele el techo y a los muchachos, sus hijos (usted es el presidente, es el padre de todos los argentinos) a sus muchachos –repito- dígales que se dejen de embromar y se pongan a trabajar. A vender choclos, gallinas, conejos. Y que se dejen de jugar a los sindicalistas, burócratas, bancarios, docentes, asesores. ¡Porque la patria, señor presidente, no da más, y corremos el riesgo de irnos todos al…!