La trama y la cacería

Cultivaba el coraje (que es una virtud), aunque empañado por la temeridad (que es un vicio). No era ajeno a la intriga y se enredaba en fatos no muy limpios. Cuando andaba en copas, gustaba desbandar partidas de truco, cacho y monte a puro rebencazo.

Solía entrar a caballo en los boliches y obligar a la gente a un trago, aunque esa “delicadeza” se vistiera con la humillación y el escarnio. Era alto, fornido y siempre andaba bien montado. Su tordillo era famoso en la calle Real (hoy Libertador) en Desamparados. Era temido y esa condición crea enemistades.

Como a las diez de la noche del 30 de noviembre de 1926, don Sixto Moreno (que supo tener negocio de joyería y relojería en calle Tucumán entre Laprida y Rivadavia) tomaba el fresco en la vereda del negocio; unos sillones de mimbre habían sido puestos en la calle y la familia Moreno, apoltronada en ellos (las piernas estiradas sobre la vereda), gozaba de la noche apacible y estrellada. La noche serena y la ciudad tranquila no presagiaban el drama.

Por calle Mitre, llegando a Tucumán, estaba el hotel La Castellana. Ajenos a lo que se avecinaba, dos hombres cenaban y conversaban en una mesa adosada al ventanal que daba a la calle. Uno de esos hombres era el doctor Aldo Cantoni; el otro, el acompañante, era don Fernando Santamaría, telegrafista y amigo personal de Cantoni. Los comensales pidieron la cuenta, pagaron y salieron a la calle: “Manejá vos, yo estoy cansado –le dijo Cantoni a Santamaría-. Esa decisión cambió el rumbo de dos seres; a uno le permitió ser gobernador; al otro, lo condujo (estrepitosamente) a la eternidad y la sombra. Subieron al auto, Santamaría tomó el volante y, despacio, doblaron por Tucumán al norte.

El hombre del tordillo había recibido un encargue y esa noche lo iba a cumplir. (Lo que no sabía el hombre del tordillo, era que la muerte había elegido dos clientes; uno era él). El del tordillo y dos sombras más se agazaparon en lo oscuro de un zaguán y prepararon las carabinas. Cuando el auto que salió de La Castellana enfrentaba al Banco Libanés (de Rivadavia y Tucumán), una cerrada descarga de fusilería atronó la calma provinciana y la placidez de la noche. El ocasional chofer, recibió de lleno la descarga (que iba dirigida al otro) y cayó muerto sobre el volante; el otro, alcanzó a tirarse del auto y se sumergió en la sombra. Se escuchó un tropel de gente que se dispersaba. El auto, sin control, (o guiado por un muerto) se fue, tateando despacito, taca tac, taca tac, hasta frenar contra el cordón de la vereda y los sillones de don Sixto Moreno. Cuando llegó la policía, la noche seguía su curso. Como si nada.

La cacería

Se alistaron algunos cazadores y contrataron un baqueano. Las primeras averiguaciones los condujeron al Baño de la Salud. ¡Sí, efectivamente! Hasta allí habían llegado tres hombres en un auto negro, luego no más, habían montado unos caballos que los esperaban y tomaron para la sierra. El baqueano sentenció: “Hay huellas de tres caballos que vienen; a ver, ¡no! Estos caballos van, pero herrados al revés. ¡Sigamos! Y tomaron para la estancia de los Maradona.

Repecharon las cuesta de Zonda y se internaron por una quebrada que los llevaba al Alto de Arena. Cerrando la noche, acamparon bajo unos algarrobos al lado de un arroyito. No hicieron fuego. Al otro día, al alba, ensillaron y siguieron por Maradona hasta llegar al verdor de las altas aguadas.

Desde allí los divisaron; estaban en una hondonada tras una loma. Se acercaron sin hacer ruido por detrás de la lomada. Eran dos hombres: uno, al lado de un fuego, preparaba algo, el otro, el del tordillo, como a unos veinte metros, entre unos matorrales, cumplía una necesidad. Los cazadores prepararon las carabinas y apuntaron. En eso, una mula hizo un ruido; el del lado del fuego pegó una espantada y se tiró entre unos montes; el otro, el del tordillo, recibió un balazo y quedó donde mismo estaba.

Los cazadores bajaron lentamente a la quebrada, allí estaba el difunto. ¡Sí, era él! Del otro, del que se tiró entre los montes ni señal. Volvieron, envolvieron al muerto en unas arpilleras y lo acomodaron cruzado en el anca del caballo. La comitiva con su carga, bajó despacito del alto y enfiló para el puesto del río Uruguay. Indagaron al puestero: “Sí, hacía unas horas que un hombre había llegado al rancho, venía campeando unos animales, pero, yo no le creí, señor, tenía cara de asustado y entró a la casa por la parte de atrás y, usté sabe: el que entra por donde no debe, no viene a lo que dice”. Luego, el hombre había seguido su camino aguas abajo.

Aguas abajo siguió la comitiva; pasado el mediodía, encontraron al hombre donde el Uruguay desemboca en el San Juan. Se entregó sin resistencia, como cansado. La caravana tomó el camino de Calingasta aguas abajo, buscando la ciudad. Al otro día llegaron a destino. La comitiva llegó a la comisaría y entregó la mercadería. Traían a un hombre que había saldado todas sus cuentas y a otro que venía a pagarlas. La vida seguía su curso. Unas palomas volaban buscando las torres de la catedral.

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