Fue sin duda un patriota. Lo que no significa que haya sido un buen gobernante. Hombre de San Martín en San Juan, nacido en una familia de abolengo colonial, asumió como Teniente Gobernador de esta provincia. Su contribución a la formación del Ejército de los Andes fue sumamente importante. Sin embargo, fue destituido y enviado al destierro. Como muchos próceres argentinos, murió pobre en otro país.
Digamos que José Ignacio De la Roza era un hombre privilegiado.
Había nacido en San Juan el 1 de agosto de 1.786 o 1.788. El dato varía según las fuentes.
Su abuelo, Tadeo de la Rosa, antiguo teniente corregidor y justicia mayor de Cuyo y gobernador de armas de la ciudad de San Juan, amasó una gran fortuna, acrecentada por su padre, Fernando.
Había estudiado en Córdoba y obtuvo la licenciatura y doctorado en derecho en 1806, en la universidad chilena de San Felipe.
Posteriormente De la Roza se radicó en Buenos Aires, volviendo a su provincia en 1814 donde el 1 de enero de 1815 fue elegido alcalde de primer voto del cabildo.
Dinero, cultura, título universitario y hombre bien parecido, el joven De la Roza pronto fue el centro de todas las miradas cuando regresó a su provincia natal.
Su ascenso a la primera magistratura de la provincia fue rápido y sin mayores resistencias. El 2 de mayo de 1815, por primera vez en su historia, San Juan se dio un gobierno propio, eligiendo a De la Roza.
Tenía 26 años, José Ignacio de la Roza cuando asumió como primer teniente gobernador nacido en San Juan.
El 12 de enero de 1817, José Ignacio se casó con su prima segunda, Tránsito de Oro. Como es previsible, fue una fiesta fastuosa, como correspondía a una familia pudiente que tenía en su seno a nuestro primer gobernador.
De esa unión nacería Rosauro de la Roza de Oro, único hijo de la pareja.
Para que se comprenda el marco político, digamos que en 1776 se crea el virreinato del Río de la Plata, a cuya jurisdicción queda incorporado Cuyo como parte integrante de la intendencia de Tucumán.
Producida la revolución de Mayo, a la que se pliegan Mendoza, San Juan y San Luis, en cada una de ellas se crea una junta de gobierno, que actúa como agente de la Junta de Buenos Aires. Surge entonces la necesidad de instaurar un gobierno propio y por resolución del Triunvirato se crea la Provincia de Cuyo, que tenía como capital a Mendoza.
El general San Martín es el gran impulsor de esta iniciativa pues necesitaba a esta región para convertirla en campo militar para sus campañas.
Cuando San Martín inicia la campaña en Chile, deja al frente de Mendoza al coronel Toribio de Luzuriaga y como tenientes gobernadores, en San Juan a José Ignacio de la Roza y en San Luis al coronel Vicente Dupuy.
Un patriota convencido
De la Roza era un patriota convencido y su gestión estuvo orientada a apoyar la gesta sanmartiniana. Naturalmente, ese apoyo se asentaba en dinero, bienes -ganado, alimentos, caballos- hombres y sacrificios.
Y esto, en una economía tan chica como la sanjuanina, pronto se sintió.
Todo Cuyo sentía el peso del sacrificio en la lucha por la independencia.
El estado de desmoralización llegó a su punto crítico en 1819.
La miseria era general por los aportes materiales a la campaña libertadora, casi todas las familias habían perdido seres queridos y las tropas volvían de Chile cansadas y sin deseos de formar parte en la expedición al Perú.
Los nuevos objetivos demandaban hombres y dinero. Y la gente ya estaba cansada. La guerra exterior era impopular y el mismo general San Martín era objeto de una campaña sorda.
Hasta el hermano del gobernador, don Pedro de la Roza, que fue de los que marcharon a las órdenes de Cabot, perdió la vida durante el combate.
Los problemas y afanes de la guerra no impidieron a de la Roza realizar una administración progresista. Fundó la Escuela de la Patria, bajo la dirección del maestro Ignacio Fermín Rodríguez; estableció un hospital urbano; fomentó explotaciones mineras, y se propuso ensanchar los cauces para las industrias ganadera y agrícola. Y nunca cobró sus sueldos de gobernante.
A de la Roza se debe, a la vez que a la sugestión de San Martín, el que San Juan tuviese en el Congreso de Tucumán, a Fray Justo Santa María de Oro y Francisco Narciso Laprida, sus dos más ilustres representantes.
Cumplió, casi, cinco años de gobierno.
Mayores problemas
Las dificultades de De la Roza habían recrudecido desde 1818, cuando se presentó a la reelección. El sector conservador -muy ligado a la iglesia- apoyado por sectores ligados a los grupos montoneros, guardaba viejos rencores y se opuso terminantemente.
Para colmo de males, el teniente gobernador había declarado la guerra a la familia de Oro de la que formaba parte su esposa, Tránsito de Oro. Entre otras cosas, había deportado a Chile al ex congresal de Tucumán, Fray Justo Santa María de Oro y a San Luis, al hermano de este, el presbítero José de Oro.
Cómo se ve, no hay prócer que aguante un archivo…
Para colmo la tropa sanmartiniana
En ese clima fue cuando el 9 de julio de 1.820 se produce la sublebación del Batallón Nº 1 de Cazadores de Los Andes, que estaba estacionado en San Juan, encabezado por el capitán Francisco Solano del Corro y su segundo, el capitán Mariano Mendizábal, cuñado de De la Roza.
El batallón de Cazadores de los Andes era parte del ejército libertador que San Martín dejó acantonado en San Juan al emprender el regreso a Chile. Integrado en su mayoría por sanjuaninos y reforzado con reclutas riojanos, el batallón contaba con 1.200 hombres. Mal atendido por las autoridades provinciales y por las nacionales, el batallón vivía en la mayor de las indigencias, debiendo sus integrantes mendigar para poder subsistir.
Estos hombres que habían combatido en la campaña de Chile, ya no querían más guerras. Sólo pensar que ahora, cuando habían vuelto a sus hogares, se los enviara a combatir en el Perú, los exacerbaba.
De esa mezcla de malestar popular y soldados cansados de no hacer nada, poco de bueno podía salir: el gobernador De la Roza fue depuesto.
La revolución de los parientes
La voz del capitán Francisco Solano del Corro sonó fuerte aquella mañana en la casa del teniente gobernador.
—Ha sido usted condenado a muerte. Mañana será fusilado.
Inmediatamente, José Ignacio De la Roza, primer teniente gobernador de San Juan fue trasladado al cuartel de San Clemente y encerrado en una celda.
Los acontecimientos habían comenzado en la madrugada de aquel día 9 de julio de 1820.
De pronto la tranquilidad provinciana se vió alterada cuando el vecindario de San Juan fue despertado por el estampido de varias descargas de fusilería procedentes del cuartel de San Clemente, ubicado a una cuadra de la Plaza Mayor, donde tenía su acantonamiento el Batallón Nº 1 de Cazadores de Los Andes.
En la misma plaza mayor y en las calles de acceso, todo era algarabía: —¡Muera el tirano! ¡Viva la Libertad! ¡Viva la Federación!—, se escuchaba en una plaza colmada de tropas en la mayor confusión.
Curiosos al fin, los vecinos salieron de sus casas a medio vestir para conocer el origen del alboroto.
Era la revolución de la que tanto se venía hablando.
De la Roza fue advertido semanas antes del motín en gestación.
No le dio mucha importancia.
Se limitó a convocar al comandante del acantonamiento, teniente coronel Severo García Grande de Sequeira, que le era leal.
—Señor, el cuerpo de Cazadores de los Andes me responde absolutamente. Quédese usted tranquilo—, fueron las palabras tranquilizadoras del militar.
Aquel jefe podía responder por su oficialidad, con la que era bastante tolerante. Pero no por la soldadesca, ante la que actuaba en forma implacable. Los resultados estaban a la vista.
Los sublevados sabían que se jugaban la vida.
No podían tener dudas en su accionar.
Lo primero que hicieron fue detener a los oficiales que no se habían plegado al movimiento: el comandante Sequeira, el segundo jefe, sargento mayor Lucio Salvadores y varios capitanes.
Acto seguido se dividieron en dos grupos.
Un piquete, al mando del teniente José Ramón Jardín, un negro liberado de 25 años, se dirigió a la casa de De la Roza, constituyéndolo detenido en una de las habitaciones. Un segundo grupo dominaba el cuartel del batallón de Cívicos, matando al joven teniente Bernardo Navarro, de 18 años y a varios soldados.
Nadie salió a defender a De la Roza.
Días de miedo
Pero volvamos al gobernante en prisión.
De la Roza no fue fusilado al día siguiente.
Pero la amenaza seguía en pie. En cualquier momento se lo pasaría por las armas.
Esos días fueron un suplicio para el teniente gobernador.
Desde su celda, intentaba escuchar lo que hablaban voces lejanas. Estaba alerta ante los cambios de guardia. Cercanos a él, observaba los instrumentos de suplicio. Un sacerdote se le acercaba cada tanto y le decía:
—Prepárese, doctor, en cualquier momento será fusilado.
Dicen que De la Roza se sentía tan mal, tan torturado sicológicamente, que pidió a sus amigos, especialmente a Francisco Narciso Laprida, que le hicieran llegar opio para calmar su ansiedad.
El día 14 pidió redactar su testamento ante la proximidad del cumplimiento de la sentencia:
“Estando condenado a morir por los jefes que hicieron la revolución el día 9 del presente mes sin causa alguna y sólo por los efectos de las pasiones irritadas de la revolución —escribe—, sepan todos los que el presente vieren, que esta es mi última y única voluntad”. De la Roza encomienda a su mujer, doña Tránsito de Oro y a su hijo de un mes, Rosauro, a sus amigos Francisco Narciso Laprida y Rudecindo Rojo y recomienda a la esposa que “inspire a mi hijo los sentimientos más ardientes para su patria y que jamás le inspire venganza contra otros enemigos que los de mi país”.
La pena del destierro
Si bien el movimiento tenía su origen en pasiones de los soldados, era evidente que el pueblo ya estaba cansado del teniente gobernador.
Casi dos meses estuvo preso De la Roza. Pero no fue fusilado.
En los primeros días de marzo, Mendizábal le conmutó la condena por la pena del destierro y lo mandó a La Rioja.
Pero De la Roza hizo un viaje mucho más largo. Siguió hasta Perú, como lo hicieron a su tiempo los otros gobernadores de las provincias cuyanas, Luzuriaga y Dupuy. Allí se sumó al Ejercito Libertador.
San Martín, el Protector, le recibió con los brazos abiertos. Fue nombrado auditor de guerra del Ejército Libertador y cumplió, también, misiones diplomáticas. De Chile le llegó el nombramiento de miembro de la Legión del Mérito.
El 9 de octubre de 1834, propiamente en la indigencia, en un pueblecito cercano a la capital del imperio incaico, murió sin volver nunca a su tierra natal ni reunirse jamás con los suyos.
Fuentes
Videla, Horacio: Historia de San Juan
Bataller, Juan Carlos: Revoluciones y crímenes políticos en San Juan
Juan Rómulo Fernández: Siete próceres sanjuaninos, libro
“Cuarto Centenario de San Juan 1562-1962” de Editorial Cactus
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