Era embajador en Rusia. Estuvo en una cena de 45 minutos en el Kremlin y habló con él sobre peronismo.
El sábado 7 de febrero de 1953 hacía frío en Moscú. Aunque la prensa fuera de la Unión Soviética hablaba de la precaria salud de Iósif Stalin, al interior del bloque soviético nadie pronunciaba una palabra sobre los padecimientos de Iósif Dzhugashvili. Tal era el nombre del hombre nacido en Georgia y que muchos llamaban cariñosamente “tío Koba”. Ese era uno de los tantos alias que había acuñado el propio Stalin en la clandestinidad de los años previos a la Revolución de Octubre de 1917 cuando los bolcheviques tomaron el poder. A Stalin le gustaba que lo llamaran Koba porque era un héroe popular georgiano que había luchado contra los zares.
El joven sanjuanino Leopoldo Bravo había llegado a Moscú como agregado comercial de la Embajada argentina en 1946 a poco de asumir Juan Domingo Perón su primera presidencia. Bravo tenía por entonces apenas 27 años. Se familiarizó con la cultura rusa y aprendió los rituales políticos impuestos por Stalin, el hombre que desde hacía más de 20 años manejaba los destinos del bloque soviético. El tío Koba tuvo la precaución de barrer del mapa a cualquier competidor. Salvo algún adepto, había mandado a Siberia o había fusilado a todo el comité central del Partido Comunista. El díscolo León Trotsky logró huir pero lo hizo matar en su casa de México. El régimen exterminó a millones de personas. Además tenía espías por todos lados.
Bravo era "hijo natural” del caudillo Federico Cantoni, fundador del llamado Bloquismo sanjuanino. Cantoni era el líder indiscutido de San Juan y no dudó en darle un gran respaldo a Perón. En los juegos de toma y daca, su hijo ilegítimo terminó en un destino diplomático áspero como Moscú.
Embajador en URSS
Grande fue el beneplácito de Bravo cuando Perón lo convocó, a fines de 1952, para ascenderlo al rango de embajador. Como todo diplomático, en ese invierno crudo de principios de 1953 pidió una reunión con “el más alto nivel” del Kremlin.
Mucho le sumaría al sanjuanino tener un encuentro con el canciller Andréi Yanuárievich Vyshinski, antiguo fiscal general a cargo durante años de la farsa de juicios contra “los disidentes” y “los traidores”. También le servía ver a su antecesor en la Cancillería, el famoso Viacheslav Mijáilovich Mólotov, cuyo apellido inspiró el cóctel o bomba inflamable.
Sin embargo, la sorpresa de Bravo fue completa a principios de febrero de 1953: un asistente le acercó una carta con fecha, hora y la persona que lo recibiría. Era el propio tío Koba, el mismísimo Iósif Stalin.
A las seis de la tarde de aquel sábado 7 de febrero, previo aviso al canciller argentino Jerónimo Remorino, el joven Bravo fue al encuentro de una de las figuras más poderosas, temidas y enigmáticas de ese mundo que estaba en plena Guerra Fría y con regiones muy calientes como Corea, que meses después llegaba a un armisticio, tras tres años de combates y dos millones de personas muertas.
Diez minutos antes de lo pautado, unos inmensos guardias del Ejército Rojo franquearon las puertas del Kremlin para que el joven Bravo pudiera ver a Stalin
Contacto en Nueva York
Ernesto Semán era un joven al que muchos en la Argentina consideraban talentoso para ejercer el periodismo. Sin embargo, a poco de empezar el siglo XXI cambió de rumbo: dejó el medio donde trabajaba y sin más se fue a vivir a Nueva York para estudiar Ciencias Políticas y, por qué no, estrenarse como escritor de literatura de ficción. De esa decisión nació La última cena de José Stalin, publicada en 2005 por la editorial Aurelia Rivera.
El puntapié inicial del libro había sido durante sus años de periodismo. Le había impresionado escuchar, de boca del propio Leopoldo Bravo, el encuentro que había mantenido con Stalin. Sobre todo porque apenas un mes después de esa reunión el tío Koba había dejado este mundo.
Infobae se comunicó con Semán. Y, antes de cualquier pregunta, dijo:
-Estamos de acuerdo que es una novela, ¿no? Quiero decir, que es todo mentira, que La última cena es ficción. Son cosas que se me ocurrieron a mí, ¿está claro?
Porque en la novela de Semán -que algunos tomaron por cierta- el embajador Bravo tiene amantes, hay informes de la KGB que sigue de cerca sus movimientos y tiene una estrecha relación con un espía soviético ficticio, Kostia Orlov, con quien mantiene una copiosa correspondencia.
Así, la novela “reproduce” los informes y cartas secretas de Orlov sobre Bravo, incluyendo datos sobre las amantes, el contacto con disidentes y otros detalles. Hay cartas enteras e informes reservados de la KGB.
En La última cena puede leerse una carta escrita por ese imaginario espía ruso. La misiva fue fechada por el autor de ficción en Moscú, en mayo de 1999.
“Camarada Bravo: trataba de recordar cuántos años han pasado desde la última vez que estuvimos en contacto. Y es curioso, porque no son tantos. Según pude precisar hablamos hace seis o siete años, cuando usted estuvo de paso por aquí y compartimos esa cena melancólica e ininterrumpida en el Metropol. Hablamos de seis o siete años, que no es nada cuando me doy cuenta que nos conocemos desde hace más de cincuenta. Sin embargo, se trata de un tiempo más vago, ¿no cree? Como si las décadas anteriores hubieran ido a un ritmo apresurado por el vértigo de las cosas y miradas en perspectiva parecieran abarcar los hechos que caben en varios siglos de vida. Y estos últimos años, en cambio, parecen largos, infinitos, por la morosidad del tiempo…”.
Aún sin ingredientes novelescos, el verdadero encuentro de Leopoldo Bravo con Stalin es una historia fascinante.
Volver a la realidad
El periodista y escritor Isidoro Gilbert publicó, mucho antes que Semán escribiera su novela, un libro de culto para entender las relaciones entre la Argentina y la ex Unión Soviética.
En El oro de Moscú, Gilbert relata aquella reunión de Bravo con Stalin ocurrida 21 días antes de que encontraran al secretario general del PC soviético muerto en la habitación de su dacha. El 28 de febrero, el tío Koba sufrió un derrame cerebral y pasaron algunas horas hasta que sus asistentes, inquietos porque Stalin no pedía el desayuno, primero golpearon la puerta y ante la falta de respuesta ingresaron a la habitación. Eso fue el 1 de marzo de 1953 a la mañana.
La muerte, según la historia oficial soviética, ocurrió el 5 de marzo. Stalin tenía 74 años. Desde 1922, cuando Vladimir Lenin tenía la salud deteriorada por un balazo recibido en un atentado, el tío Koba manejó el poder en la Unión Soviética. Treinta años. Todavía es materia de debate cuántos millones de comunistas convencidos, de disidentes honestos, de campesinos expropiados, de familias judías o cristianas ortodoxas murieron o fueron enviados a Siberia y confinados al frío de los gulags.
La crueldad de Stalin tiene un contrapeso muy fuerte: el heroísmo del Ejército Rojo y la resistencia popular a la feroz invasión de las tropas alemanas desde 1941 a 1945. Sin la batalla de Stalingrado, sin los 20 millones de muertos en esos cuatro años de lucha contra el invasor alemán, quién sabe cómo y cuándo hubiera terminado la Segunda Guerra Mundial.
El Informe Bravo
Aquel encuentro con Bravo el sábado 7 de febrero de 1953 en el Kremlin, fue el último contacto de Stalin con un “occidental”. Según le contó Bravo a Gilbert, el encargo de Perón al canciller Remorino y de este a Bravo era centrarse en los temas petroleros. La razón era sencilla. Empezaba la crisis económica en la Argentina, originada entre otras cosas por la merma en la extracción de petróleo debido a que YPF tenía dificultades para comprar equipos de perforación a los proveedores de Estados Unidos.
El embajador argentino debía sondear las posibilidades de adquirir equipos a los soviéticos. Además, la “tercera posición” de Perón había entablado buenas relaciones con Mao Tse Tung, con el Mariscal Tito y con Gamal Abdel Nasser, los mandatarios de China, Yugoslavia y Egipto. La cooperación con el gigante Soviético hubiera sido un gran oxígeno para el segundo mandato de Perón.
La charla entre Stalin y Bravo duró 45 minutos y tuvo repercusión en toda América de forma inmediata, sobre todo porque, por orden de la cancillería, Bravo redactó su informe apenas volvió a la embajada. La misma noche de aquel sábado llegó a Buenos Aires el ansiado cable desde Moscú.
Allí Bravo relató que el líder soviético le había pedido que le explicará qué era el peronismo. Para la Argentina de Perón era un punto importante: desde el inicio de la Guerra Fría Stalin no solía recibir a visitantes extranjeros con agenda abierta. Al pasar, Bravo agregó en su informe una alusión que solo puede explicarse por los rumores previos respecto de la salud del líder de la URSS: señaló haber visto “de muy buen semblante a Stalin”.
La muerte del dictador dejó un tembladeral en la Unión Soviética. Su sucesor, Nikita Kruschev, pese a haber sido un ferviente stalinista, decidió dar fin al “culto a la personalidad”. Las luchas internas en el Kremlin arrasaron con los planes de Bravo para mejorar los vínculos comerciales con la Unión Soviética.
Segundas partes
El último occidental en ingresar al Kremlin había sido aquel sanjuanino que pocos días después de la muerte de Stalin cumpliría 34 años. Fue casi al principio de una larga carrera política: dos décadas después, en 1973, Bravo asumiría como senador nacional por su provincia.
Fue la feroz dictadura de Jorge Rafael Videla la que lo sacó de su cargo al clausurar el Congreso y reemplazar la Constitución Nacional con los “Estatutos del Proceso de Reorganización Nacional”.
Sin embargo, tiempo después Bravo aceptó una propuesta de Videla: volver a la embajada argentina en Moscú para aceitar las relaciones comerciales.
Desde Moscú, y ya con 60 años, Bravo colaboró para que aquella dictadura le vendiera trigo y maíz a la Unión Soviética. No pocos historiadores señalan que se trataba de “granos por silencio”.
Pero esa es otra historia
Fuente: infobae.com
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