Un suave remezón en el hombro y la expeditiva voz de don Sixto: ¡vamos boyero! Me llevaron del sueño a la realidad. Medio me enderecé y contesté: ¡Ya voy, don Sixto! Me senté sobre los cueros y dí unas cabezadas para despabilarme. Caí en la cuenta de que había dormido vestido, ni las alpargatas ni la gorrita me había sacado. Sentí como una vergüenza y, por si de lo oscuro me estaban observando, hice como que me ponía las alpargatas, luego me enderecé y tomé para el lado de la puerta del galpón. Afuera la noche estaba estrellada: la Cruz del Sur presidía la apabullante inmensidad y, para el naciente, el suave claror que precede al alba anunciaba la proximidad del nuevo día.
Me arrimé para el lado del corral y me lavé la cara en el bebedero. El frescor del agua me trajo a la realidad y asumí mi papel de boyero; la urgencia de ser hombre me bullía en el pecho. Me inflé de orgullo, e imitando el tranco largo y pausado de don Sixto; enderecé para el tajo de luz que salía de la cocina. Un fuego de marlos calentaba el agua de una inmensa pava y don Sixto y unos peones tomaban mate. Saludé y me senté en la puntita de un banco. Sentí como si me relojearan, pero no me atrevía comprobarlo. Alguien dijo: “¿Gusta, boyero?” y me pasó un mate. Tomé el mate con las dos manos y me entregué a chuparlo; cuando sonó el vacío, devolví el mate y dije ¡Gracias!.
Me quedé quietecito y degustando el sabor de la yerba, entré a añorar: que qué harían mis hermanos; el aroma a membrillo del arcón de la ropa, el olor a tabaco negro, vino tinto y saracas que traía mi padre cuando los domingos, al anochecer, volvía de los amigos, el tute y la “morriña” que desde Galicia, traía pegada al alma y, a veces, en saladas gotas, le caía de los ojos. Pensé en las rubias trenzas de Romilda Bossarelli, condiscípula en primero superior y de quien yo estaba enamorado y que nunca le dije nada. En esas nubes cabalgaba cuando la voz de don Sixto me hizo apear en la realidad: “Vamos, boyero, tomá una taza de café con galleta que ya nos vamos”, y salió para el corral, yo mojé la galleta en el café y empecé a comer. Después me fui para el corral, donde don Sixto ya había atado los animales en la chata y estaba ensillando a Chiquita, una petiza zaina y medio dormilona a quien yo montaría en mi aprendizaje de arriero.
“Este es tu caballo –me dijo don Sixto- espero que se lleven bien” y, mirando mi estatura, levantó el cojinillo y acortó las acciones “para que el boyerito pueda estribar”. Monté a Chiquita; arrancó don Sixto en la pesada chata y yo lo seguí al tranco, arriando una tropilla de respuesto. ¡Ya estábamos en camino; empezaba un aprendizaje que duraría toda la vida!
Al cruzar la tranquera tomamos para el naciente. El sol empezaba a pintar el horizonte y cerca de una laguna, unos teros nos despedían con sus engaños y alboroto. Noté que Chiquita no me hacía mucho juicio y seguía sus impulsos en vez de mis órdenes. La dejé hacer, ya que el camino corría entre dos alambrados y no había posibles escapes. Al poco andar tomamos una calle ancha que llevaba para el norte, para el lado de Mataldi y Jovita. Ahí la cosa cambió: a la mano derecha corría el alambrado de una estancia y a la izquierda el campo era abierto y las chacras de aparcería explotaban distintos cultivos. Había que cuidar que la caballada no irrumpiera en los sembrados. De pronto apareció un terrenito con alfalfa, el verdor engolosinó a los animales, que atropellando la lomita de la banquina se metieron al alfa. Yo me afirmé en los estribos y, con un tirón de rienda, quise obligar a Chiquita a subir la lomita. ¡Para qué!, olímpicamente me ignoró y siguió a pasito lento y cabeza gacha el polvoriento camino.
Parece que don Sixto había visto mi fracaso porque, medio socarrón, me dijo: ¡”Aflojale las riendas y dejala hacer!” Así lo hice. Entonces, Chiquita ¡la muy ladina! Subió tranquilamente el alto bordo y como guaseando con su destreza, empezó a guiar la caballada para el camino, cosa que hizo en pocas maniobras. Yo iba sobre el animal como un estorbo, agarrado al cojinillo e incubando mi orgullo herido. Debo haber parecido una cosita inútil, como un tordo en el anca de un toro. ¡Ahì aprendí una lección: que el caballo, de caballos, sabe más que el hombre! Y entré a respetar los bichos por lo que son.
Enseguida entramos en una huella con alambrada en los dos costados y la cosa se hizo fácil y aburrida.Yo, amodorrado por el alto sol de enero, me dejaba amacar por el compás del paso de Chiquita y dormitaba en el reguste de mis recientes experiencias. El primer mate en rueda de mensuales, había sido como el espaldarazo a mi boyería y la lección que me dio Chiquita, me hicieron comprender que yo era como una bolsa de arpillera, que la vida todavía, tuviera que llenar de maíz. ¡No importa, el tiempo siempre nos sobra! A la sombra de unos paraísos descansamos un rato, comimos unas sardinas, queso y galleta, que bajamos con un jarro de agua. Luego me eché sobre la gramilla y miré al cielo. La bóveda celeste estaba quieta y era como si una inmensa campana de vidrio nos cubriera hasta el círculo del horizonte; pensé que desde algún sitio, Dios observaba esa campana, como si Dios, en un día de fiesta, estuviera paseando en el zoológico.
Cuando volví a mi pueblo (Huinca Renancó), habían pasado seis días. Yo era el mismo pibe, pero en mis adentros habían pasado varios años.
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